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OPINIÓN

Colombia, un país de Mafias

21 de octubre de 2013

Abelardo De La Espriella

Abogado, empresario y escritor

Canal de noticias de Asuntos Legales

El vocablo “mafia” tiene su origen en Italia, puntualmente en la bella y exótica isla de Sicilia. Algunos textos señalan que, a raíz de las cruentas invasiones francesas, acaecidas entre finales del siglo XV y mediados del XVI, los italianos del sur acuñaron el acrónimo o sigla “mafia” para significar un deseo inaplazable: Muerte a Franceses Italia Añora. Posteriormente, en el siglo XIX  la utilización del término “mafia” se aplicaba a la relación entre la delincuencia y la política, así como también para denominar a aquellas personas que posaban de bravuconas, prepotentes o fanfarronas.

En la actualidad, la palabra “mafia” tiene varias acepciones según la Real Academia de la Lengua. Las dos más importantes son: “Organización clandestina de criminales” y “grupo organizado que trata de defender sus intereses”. Pues bien, en Colombia pululan las mafias en las esquinas de los barrios, los mercados, las alcaldías, los medios de comunicación, las gobernaciones, el congreso, los concejos y asambleas, en las zonas rurales y hasta en la presidencia. Unas operan desde la ilegalidad; otras funcionan enquistadas en la institucionalidad y, en algunos casos, se combinan las dos opciones. 

La mafia no es simplemente una asociación criminal, sino una estructura de poder que cuenta con una extraordinaria cantidad de ramificaciones en la sociedad civil y el Estado, y cuyo propósito final es proteger y acrecentar los interese de unos cuantos, en detrimento de las necesidades de todo un colectivo social. Las diversas variedades de mafias nacen, crecen y se reproducen en sociedades en las que no hay Estado. La ausencia del Estado es un caldo de cultivo inmejorable para que germinen dichos grupos. 

La sociedad ha hecho un pacto tácito con los delincuentes. Por solo dar un ejemplo, así como se producen los robos, aparecen los intermediarios para ofrecer una transacción para recuperar los objetos hurtados. La corrupción es vista con laxitud y aquel que se adueña de lo público, más que un bandido, es considerado un “hábil gestor de recursos”. La mentalidad mafiosa ha hecho metástasis en el alma de nuestro pueblo, y esa subversión de valores impulsa la creación de ese tipo de organizaciones.

El problema es cultural. No hay responsabilidad social, que es determinante para construir un Estado civilizado. También es un asunto legal, pues se hace necesario que los órganos de control empleen todas sus fuerzas y recursos en desarticular las mafias. 

Variopinto es el abanico: la mafia de la política, de los contratistas, de los operadores judiciales, de los delfines (una manada de imbéciles que heredan las glorias de sus padres), las mafias de la educación y la salud, de los medicamentos y el cemento, la de los testigos falsos y la de la reelección. La mafia de las multinacionales y de los grandes grupos económicos. Hay mafias que hacen más daño que otras, porque los afectados son los pobres, como las que hay en las gobernaciones de la Guajira, Magdalena, Córdoba y Sucre y en alcaldías en las que no alcanzaría este espacio para reseñarlas. 

La receta para extirpar el cáncer de las mafias es sencilla: cambio de mentalidad y contundencia de las autoridades; de lo contrario, estamos condenados al horror.

La ñapa I: Las graves denuncias de Jorge Cura y “El Heraldo” en torno de las inscripciones fraudulentas patrocinadas por la Fundación Mario Santodomingo, deberían conducir a la renuncia en pleno de la junta de la Cámara de Comercio.

La ñapa II: Si el “aguado” Sergio Diaz-Granados es el llamado a salvar al partido de la U, ahora sí se los llevo la que los trajo.

La ñapa III: La Corte Suprema debería medir con la misma vara que midió a Yair Acuña a todos los aforados investigados.

La ñapa IV: Vargas Lleras siempre pasa de agache en todo: ahora resulta que no conoce a “Kiko” Gómez.

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