La inseguridad y la criminalidad traen consigo un profundo temor de la población por las consecuencias de dichos flagelos. La economía se afecta, la gente no sale a la calle, las carreteras quedan desiertas; los campos, abandonados; la inversión extranjera no llega o se va, y los miembros de la Fuerza Pública limitan sus desplazamientos para no ser presa fácil y evitar caer bajo las balas del fuego enemigo. El impacto es más psicológico que físico: surgen sentimientos de desesperanza que terminan por afectar la moral de una sociedad que requiere con urgencia de ese impulso espiritual para salir adelante.
Estamos muy mal en materia de seguridad, y es algo que no se puede seguir escondiendo: debemos ser conscientes del gran problema que tenemos, para encontrar así la solución adecuada. Nada se resuelve con la negación de un fenómeno que ya traspasó las fronteras de lo rural, para enquistarse en los pueblos y ciudades de toda la geografía nacional. La cosa es tan grave que en Bogotá, por ejemplo, los bandidos les hacen el paseo millonario a sus víctimas a pie. Ni que decir de los petardos que últimamente estallan en cada esquina de la capital de la República y en otras ciudades del país.
Extorsiones, atracos, homicidios, bombas, sicariato, vandalismo, terrorismo indiscriminado, crímenes sexuales y de género son el pan de cada día. Sin seguridad no hay nada, y lo poco que hay se destruye por completo. Por ello la contención integral de todas las formas de violencia debe ser una contundente política de Estado, que no tiene por qué reñir con otras también muy importantes, como la paz. La única manera de conseguir una reconciliación sostenible es teniendo un Estado fuerte, capaz de salvaguardar la vida y los bienes de todos sus asociados.
Ya estábamos desacostumbrados a tanta violencia, porque, si bien es cierto que tuvimos décadas bañadas de sangre, no lo es menos que encontramos un oasis de tranquilidad en los años de la Seguridad Democrática, con todos sus defectos y virtudes. Ahora bien: echarle la culpa de todo este desastre al gobierno Santos no sería justo. Es evidente que la administración actual tiene una gran cuota de responsabilidad en lo que acontece, pero hay que reconocer que tenemos circunstancias de fondo, que vienen de muchos años atrás, incubando violencia, y han sido heredades por este gobierno, al que no le ayuda mucho, para sortear la tormenta, su falta de liderazgo y determinación.
Urgen medidas de choque, para detener el avance de la peor de todas las plagas para un conglomerado humano: la inseguridad. La labor de la policía en las zonas urbanas debe ser reforzada por el Ejército. En cada rincón de la patria rural, también debe hacer presencia nuestra Fuerza Pública. La justicia, por su parte, debe actuar sin dilaciones, para judicializar a todo aquel que pretenda alterar el orden Público. No se trata de represión; se trata de hacer valer la institucionalidad, sobre la criminalidad.
La seguridad es a la paz, lo que las mujeres al amor.
La ñapa I: Es el colmo que un enfermo terminal deba recurrir a mecanismos legales para hacer valer su derecho a una muerte digna.
La ñapa II: ¿el gobernador de Córdoba (más conocido como “El Terrible”) bajó del bus a su candidato a sucederlo, por el desembolso de unas regalías, miedo a un carcelazo o ambas cosas?
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