Resulta importante conocer hacia dónde va el país en la ruta de la llamada Transición Energética Justa. No pudimos conocer la hoja de ruta que pretendía lanzar la exministra Vélez, porque no llegó. Sólo sabemos que se proponía “fomentar la descarbonización en los sectores que sostienen la economía y adaptar los sistemas energéticos”. El cómo se lograría eso, es todavía un misterio. Lo cierto es que el país y su sector productivo necesitan saber si nos vamos a dar el tiempo necesario para los cambios, porque esto es algo que no depende exclusivamente del Estado.
La ministra saliente de Minas y Energía mencionó en su carta de renuncia como un logro para mostrar, la jubilación temprana de las termoeléctricas y cita a Termoguajira como la primera en cerrar sus puertas. Ello a pesar de los retrasos que ya se registran en la generación y transmisión de las energías renovables.
El sector de energías renovables está estancado y eso es conocido por todos. Incluso perdimos 10 escaños en el índice de transición energética del Foro Económico Mundial. Los problemas con las licencias ambientales y los conflictos con las comunidades, no han permitido que muchos proyectos entren en operación y puedan ofrecer energía limpia. Lo cierto es que los inversionistas están abandonando el barco, dado que las condiciones de prefactibilidad y factibilidad no se están dando y las cargas impositivas no permiten las rentabilidades esperadas.
Hemos centrado además la transición energética en reemplazar los combustibles por una electricidad que aún no tenemos disponible. A hoy va más lento el crecimiento de la oferta que la demanda de electricidad.
Es por ello que debe recordarse que lograr la descarbonización radical de una economía no es algo que se logre en el corto plazo. Es un proceso, que debe pasar primero por la reducción paulatina de emisiones para llegar a la carbono-neutralidad o Net Zero y luego sí lograr la necesaria descarbonización o Zero Carbon, con un modelo de crecimiento económico distinto. No comparto por supuesto la teoría del decrecimiento, sino la del cambio de modelo de crecimiento que, para los países en desarrollo, es posible alcanzar más pronto con el apoyo de los países desarrollados.
Con base en esos conceptos básicos fue que la comunidad internacional concibió la carbono-neutralidad como un paso intermedio que consiste en lograr un balance entre los gases de efecto invernadero emitidos, con los capturados o absorbidos, de manera que se logre neutralizar su efecto y compensar su daño.
Las mejores alternativas para lograrlo, son por supuesto las soluciones basadas en la naturaleza, aunque ya existen soluciones basadas en la tecnología al alcance de los países ricos. Pensar en saltarse este paso, es ir a un ritmo acelerado, no previsto incluso por la comunidad internacional, que puede implicar asumir unos riesgos inaceptables y eliminar de la ecuación la condición de ser una transición “justa”. Para todos, expertos y no en la materia, lograr la sincronía, entre las acciones climáticas y la adopción de un nuevo modelo económico bajo en emisiones a largo plazo, es fundamental.
Por eso a nivel internacional se propuso contar con unos tiempos y unas metas que los mismos países propondrían como Contribuciones Nacionalmente Determinadas, de acuerdo con sus capacidades y sus realidades. Recordemos además que hay dos vocablos que dominan los compromisos y son “mitigación” y “adaptación”.
La adaptación no solo es mitigar los efectos del cambio climático sino también se trata de alcanzar la reducción del hambre y la disminución de la desigualdad. Colombia hizo su propuesta, pero ha sido modificada por una nueva política tendiente a acelerar el proceso, con fundamento en un alegado deber de evitar que la humanidad vaya hacia su extinción.
Vale la pena hacer un alto en el camino y repensar el abandono de la carbono-neutralidad; repotenciar las soluciones de la naturaleza a nuestro alcance; y proveerle al sector privado los medios y los escenarios necesarios para que cumpla su misión en el ajedrez de la transición energética justa.
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