La historia se repite y parece que estuviéramos como cuando comenzábamos a comprender lo bueno y lo malo de competir. El proceso natural que se desarrolló con la posibilidad reconocida y protegida de acceder al mercado, y emprender cualquier actividad económica, trajo consigo el surgimiento de grandes poderes económicos que llevaron a los legisladores de la época en los Estados Unidos a la expedición en el año 1890 de la Ley Sherman (Sherman Act), como respuesta al surgimiento de grandes capitales para tratar de impedir “la monopolización o los intentos de monopolización”.
En declaraciones que se atribuyen al senador Sherman, sustentó la norma explicando que “si los poderes concentrados de estas combinaciones se otorgan a un solo hombre, es una prerrogativa regia e inconsistente con nuestra forma de Gobierno…Si hay algo rechazable esto lo es. Si no soportamos un rey como poder político, tampoco lo soportaremos sobre la producción, el transporte o cualquiera de las necesidades vitales. ”(Van Cise, Antitrust Past-present-Future, recogido por Herrero Suárez, Carmen. 2006, Los Contratos Vinculados en el Derecho de la Competencia Madrid, España, Pag 83 Ed. La Ley).
Y, fueron los jueces quienes desarrollaron tales deseos más que principios. El juez White en el icónico fallo contra la Estándar Oil Co, ordenó su fragmentación por los métodos que utilizaron sus dueños para lograr el control de varias industrias en aquel momento.
Pero, hoy no estamos como los primeros legisladores y jueces. Ya tenemos un largo camino recorrido donde el capital privado ha sido el eje de desarrollo, de la mano de la innovación y, sin dejar de lado el empuje del emprendimiento. Incluso, se ha reconocido la necesidad del capital privado como único medio para la realización de ciertas actividades por la gran necesidad de capital o por la eficiencia que puede generar la iniciativa privada.
Ahora bien, su innegable importancia en el desarrollo no implica que esté exenta de control. Casi un siglo después, Colombia le apostó, contrario a visión inicial norteamericana, a respaldar a aquellas empresas que contaran con una posición dominante, pero a castigar sus abusos y a impedir que, vía operaciones de integraciones económicas, pudieran restringir indebidamente la competencia.
Así, hoy tampoco tenemos que comenzar de ceros. Si bien parece que la tecnología, que hoy apalanca a varias de las grandes empresas en el mundo, nos traslada a finales del siglo XIX bajo el desconcierto de enfrentar aparentes fenómenos desconocidos, lo cierto es que ya hemos recorrido bastante camino como para no caer en prejuicios económicos.
La pandemia por la que seguimos navegando, ha mostrado la necesidad de contar un aparato productivo con la suficiente fortaleza como para absorber este tipo de embates. De hecho, la tarea es que el Estado apoye para que más sectores como el agrícola y el industrial puedan generar empresas fuertes que surjan y se mantengan, lo que seguramente va a requerir muchas reformas económicas estructurales entre otras a la ley de competencia, pero también a la tributaria y laboral.
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