El pasado 14 de julio el Tribunal de Competencia de Sur África impuso una sanción a la firma Dis-Chem por cobrar precios excesivos en la venta de mascarillas quirúrgicas. El tema, especialmente vistoso en plena pandemia, agitó las arenas movedizas en las que navega la figura de los precios supra-competitivos.
Se trataba de establecer si Dis-Chem tenía o no una posición de dominio en el mercado de esos productos, lo que según la ley de Sudáfrica ocurre cuando una compañía detenta una participación de mercado mayor del 45%. Sin embargo el Tribunal concluyó que no era necesario hacer un análisis previo para concluir que el investigado gozaba de posición dominante, toda vez que el simple hecho de que esa empresa hubiera incrementado sus precios, como resultado de la pandemia, era de por si suficiente para colegir que Dis-Chem tenía poder de mercado y de que lo había ejercido. Es decir que fue más allá del criterio de participación de mercado y sancionó a Dis-Chem con una multa de 1,2 millones de rand. (US$ 72.000)
La decisión generó duras críticas. Por ejemplo, los columnistas John Oxenham y Michael-James Currie, expresaron que no se debe castigar a las empresas que concurren al mercado de productos esenciales para la salud, si no hay una justificación económica o legal que permita determinar que se infringió el régimen de la libre competencia y concluyeron que esta decisión puede sentar las bases para que cualquier incremento de precios, en el sector de la salud, se considere excesivo sin ningún análisis ni formula de juicio. Adujeron además que el Tribunal no podía llegar a concluir que el investigado detentaba poder de mercado sin antes determinar la capacidad de la empresa para actuar independientemente de los demás competidores y analizar rigurosamente el “shock” de la demanda en la totalidad del mercado relevante.
Así, si la demanda de las mascarillas quirúrgicas registró un incremento sustancial y todos los proveedores de las mascarillas gozaron de la capacidad para incrementar sus precios, durante ese periodo, no sería posible concluir que la totalidad de ellos hubieran detentado una posición dominante durante ese espacio de tiempo. En consecuencia, sostienen que el Tribunal, en vez de analizar esta situación decidió adoptar el fallo sin ninguna justificación o fundamento económico. No consideró, esa Corporación, que el “panic buying” de muchos consumidores condujo ineluctablemente a un incrementó de la demanda y a la consecuente alza de precios. Tampoco tuvo en cuenta que cuando la demanda supera la oferta lo procedente es estimular el incremento de esta última, lo que se logra si los proveedores tienen la expectativa de obtener ganancias del alza de precios resultante, a su vez, de la dinámica de las fuerzas del mercado. Si cualquier incremento de precios, aun los que están justificados, deviene en una sanción para los proveedores, se elimina de tajo ese incentivo y se genera una barrea de acceso que limitará la entrada de nuevos proveedores.
Terminan concluyendo estos autores que lo que realmente hizo el Tribunal no fue otra cosa que intervenir las leyes de oferta y demanda lo que lo convirtió en un ente regulador de precios, función que es ajena a su naturaleza y que atenta contra la libre competencia.
La moraleja de este caso es que lo mejor es enemigo de lo bueno, que el camino hacia el infierno este pavimentado de buenas intenciones y que a veces las autoridades terminan lesionando el bien jurídico que precisamente deben proteger por obrar de manera impetuosa, al margen del análisis económico y de las pruebas.
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