Todo vale en el amor y la guerra es un viejo proverbio utilizado para decir que en circunstancias difíciles todo tipo de conducta es aceptable. A la luz de un reciente caso, parecería que la insolvencia es uno de esos escenarios.
Las normas de insolvencia son un determinante de la profundidad del mercado del crédito. La posibilidad de que el deudor se vea inmerso en ese tipo de procesos y el impacto sobre el cumplimiento de sus obligaciones es uno de los factores primordiales para establecer el riesgo que asume el acreedor. Por eso, las normas deben ser claras en señalar los sujetos, las circunstancias y el propósito de estos procedimientos.
La ley 1116 de 2006 establece que los procesos de reorganización buscan resolver la crisis financiera de empresas viables y proteger el derecho de crédito. Por tratarse de un régimen de comerciantes, el mismo está destinado a empresas independientemente de si son personas físicas, sociedades o patrimonios autónomos (PA).
El derecho colombiano reconoció hace tiempo la posibilidad de que un PA acuda a los procesos previstos en la ley 1116 como deudor, siempre y cuando esté afecto a actividades empresariales. Esa restricción tiene sentido, en tanto la estructura flexible del contrato de fiducia permite que a su amparo se constituyan patrimonios autónomos con distintos fines.
No es lo mismo un fideicomiso que desarrolla un proyecto inmobiliario, que uno que tiene como fin asegurar el pago de una obligación. En consecuencia, si un acreedor busca protegerse de la insolvencia de su deudor por medio de una estructura fiduciaria, no tiene sentido que se le permita al PA acudir a un trámite de insolvencia y modificar los términos del crédito, amparado en la ley de mayorías.
A comienzos de junio la comunidad jurídica se sorprendió cuando fue admitido a reorganización un PA cuya única finalidad era la de servir de fuente de pago y garantía de un crédito. La sorpresa fue doble, cuando a pesar de que algunos acreedores le advirtieron de esa situación al juez del concurso, este ratificó su decisión, sin aclarar si el PA en cuestión desarrollaba o no actividades empresariales.
Más allá del desacuerdo frente a los argumentos expuestos por el juez de insolvencia y el sentido de la decisión, llama la atención la estrategia desplegada por el deudor en este asunto. Claramente el deudor sabía que ese PA no desarrollaba ninguna actividad empresarial, que su única función era asegurar el pago de un crédito y que bajo las condiciones particulares que rodean el caso, el mismo no podía seguir desarrollando la finalidad para la que fue constituido.
Entonces ¿por qué insistir en una reorganización que no tiene futuro? La experiencia nos ha enseñado que generalmente en estos casos el deudor toma ventaja de la demora propia del proceso y el impacto de la regulación prudencial sobre los acreedores financieros, para arrinconar a estos y tener una excusa para no negociar, advirtiendo que necesita autorización del juez del concurso o que debe esperar a que se resuelvan las disputas sobre la calificación de créditos. En corto, solo está ganando tiempo.
Este tipo de decisiones tiene efectos más allá del proceso en cuestión. La estructura de financiación y los paquetes de garantías de estas operaciones son el resultado de minuciosas negociaciones orientadas a dar tranquilidad a los acreedores. Un precedente como este, nos obliga a buscar un nuevo esquema de garantías que evite estas situaciones; o aceptar que las instituciones colombianas en insolvencia son tan impredecibles que es imposible planear frente a ellas.
Este antecedente nos permite afirmar que como en el amor y la guerra, todo vale en la insolvencia.
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