Uno de los efectos de la crisis económica derivada del covid-19 ha sido el crecimiento exponencial de los procedimientos de insolvencia en Colombia. Esto era de esperarse, dado que a partir de marzo del año 2020 muchas empresas perdieron sus fuentes de ingresos y tuvieron que hacer importantes esfuerzos para mantener sus activos productivos en funcionamiento. Esto llevó, indefectiblemente, a la asunción de deudas bancarias y extrabancarias, subsidiadas y no subsidiadas. Dadas las circunstancias del momento, y la enorme incertidumbre a la que se enfrentaba el empresariado, la asunción de estas deudas no siempre estaba vinculada a un plan claro para el pago. En la mayoría de los casos, había esperanza de volver a la actividad productiva en algún momento, pero dado que no había un plazo claro de suspensión de actividades, la planificación era imposible.
Ahora, dos años después, muchas de esas empresas vieron sus esperanzas rotas. La suspensión fue demasiado larga, las deudas demasiado costosas, y en muchos casos los cambios en el mercado fueron imposibles de asumir. Esta situación terminó en la imposibilidad definitiva de retomar las actividades y en cientos de procedimientos de insolvencia.
La insolvencia es una herramienta de restablecimiento del sistema económico. Permite que las pérdidas se asuman de una manera razonable, y se realice el mejor esfuerzo, primero para reorganizar y después para liquidar los activos. Estos procedimientos son necesarios y la posibilidad de que una contraparte en un negocio termine en insolvencia es lo que los penalistas llamamos un riesgo jurídicamente permitido. La actividad empresarial es intrínsicamente riesgosa, y por lo tanto la consecuencia de una quiebra no puede ser entendida en sí misma como delito. Atrás quedó el delito de bancarrota y la asunción de que la quiebra es consecuencia de alguna imprudencia. Es algo que puede ocurrir, y el ordenamiento jurídico presta las herramientas para sobrevivirla.
Pero con este tipo de regulaciones y procedimientos aparecen riesgos nuevos, que pueden tener efectos siniestros en el mercado. Para que la insolvencia pueda ser verdaderamente una herramienta de protección, la misma tiene que ser llevada de manera transparente y no afectar de manera desproporcionada a ninguno de los jugadores del mercado, sobre todo cuando existe la ocurrencia de un fraude frente a los acreedores. Acá es donde entra en juego la insolvencia punible.
En Colombia no existe regulación penal alguna al respecto, más allá del delito de alzamiento de bienes contenido en el Art. 362 CP. Este delito, además de que no comprende la totalidad de los mecanismos mediante los cuales se puede defraudar una insolvencia, tiene un problema procesal fundamental, que es la caducidad de la querella. Normalmente, cuando el proceso de insolvencia ha avanzado lo suficiente para que el acreedor sepa del alzamiento de bienes, ya la querella ha caducado.
Por eso es importante estudiar desde el derecho comparado las regulaciones existentes, comprender realmente cuáles son los mecanismos con los que se defrauda un proceso de insolvencia, y establecer un mecanismo de sanción que vaya más allá de lo monetario y más allá de la empresa. Que vincule el patrimonio de los terceros beneficiados por el fraude para recomponer la masa de bienes que son garantía de los acreedores y que disuada el uso indebido de la insolvencia. Recordemos que quien se encuentra en insolvencia, sea persona natural o jurídica, tiende a estar en una situación económica precaria, y la imposición de multas probablemente no sea el mecanismo de prevención adecuado. En fin, es la hora de hablar en Colombia de las insolvencias punibles.
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