Nunca pensé que la decisión de cerrar una cuenta corriente en un banco, cuyo nombre prefiero no revelar, me iba a costar tantas canas.
Días después de enviar la carta de terminación de la misma, recibí un correo que indicaba que mi petición solo era procesable si me acercaba en persona a una sucursal específica. Acudí a la oficina bancaria y allí me hicieron saber que, para ese fin, necesitaba primero suministrar una clave telefónica. Les dije que no tenía, dado que hacía varios años no movía esa cuenta, que lo único que quería era terminar toda relación con ellos y retirar el saldo. El señor insistió en la necesidad de activar la clave telefónica, para lo cual me exigió inscribirme en ese servicio mediante un formulario. Le hice saber que me parecía absurdo que me pidieran agregarme a un nuevo servicio, cuando lo que quería era precisamente dar por terminada toda la relación con ellos . El cajero siguió su libreto sin descomponerse e insistió.
Superé este primer escollo al hablar con un superior. Sin embargo, para continuar el trámite me mandaron a esperar en un sillón y al rato me llamaron para decirme que no podían cancelar la cuenta, si no consignaba $11.000 en otra caja en el primer piso, dinero que faltaba para completar el cargo básico mensual pendiente. ¡Descuéntelos del saldo que me va a entregar¡, le dije, pero el banquero se negó, arguyendo que eso no estaba previsto en los procedimientos. Hice cola, pagué los $11.000, subí el recibo y finalmente me cancelaron mi cuenta y me dieron mi dinero. Un pequeño gran triunfo personal que celebré, sin saber que la novela iba a continuar.
El 24 de diciembre, a las 8:00 a.m., me llamaron a mi celular del área de cartera del banco a cobrarme $50.000. Les dije que no los podía atender. Cuando volví a mi casa de las vacaciones, me informaron que habían estado llamando del banco día de por medio, y que en ocasiones se registraban hasta dos llamadas diarias, incluyendo fines de semana, para informar de una situación delicada de cartera que debía atender de forma urgente e inmediata. En total, a la fecha he recibido más de 20 llamadas y sigo contando.
Llamé al número telefónico que me dejaron, intentando ser lo más paciente posible, pero la señorita empezó diciendo que debía darle mi contraseña telefónica para poder darme cualquier tipo de información. Me mordí los labios y le dije pausadamente que no tenía clave, que ya no era su cliente y que además era injusto el cobro porque el cargo que me endilgaban se había causado luego de la fecha de cancelación del producto. “Sírvase acercarse a la sucursal, porque yo no puedo hacer nada por aquí”, me dijo ella. Agregando que el saldo ya iba en $71.000 y que seguiría subiendo. Ahí vamos hasta hoy…
Me pregunto si, ¿a la luz del estatuto del consumidor, ley 1480 de 2011, tiene un banco derecho de invadir la privacidad de su excliente para cobrar insistentemente menos de $100.000 en horas y fechas no hábiles, cuando, además ese dinero en justicia no se debe?
Me pregunto, también, ¿si los bancos tienen derecho a obligar a sus usuarios a acudir personalmente a una sucursal y a someterse a colas y demoras para cancelar un producto, cuando para abrir el producto se me ofreció la posibilidad de enviar un asesor al domicilio personal? Y, ¿será que puede un establecimiento comercial negarse a procesar las solicitudes obvias y sustentadas, por el hecho de que “el sistema no lo permite”? ¿No será que les corresponde a ellos la carga de hablarse entre si?
Pienso que todo esto, no es otra cosa que, una manifestación más del abuso del poder dominante que se ejerce sobre los clientes que no tienen otra opción que hacer lo que el banco ordena para evitarse mayores problemas, como por ejemplo, ser reportado en las centrales de riesgo.
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