Con la recién expedida Ley 2195 de 2022 se incrementaron drásticamente los topes a las sanciones que se pueden imponer a los empresarios por realizar conductas contrarias a la competencia. Es elemental que un incremento del poder sancionatorio del Estado debería conllevar un correlativo elevamiento del rigor con el que se interpretan las garantías del debido proceso.
Es por ello que, en las actuales circunstancias -y acudiendo a la figura de la cosa juzgada relativa- se justifica en mi opinión una revisión del sentido del fallo C-032 de 2017 de la Corte Constitucional, que declaró exequible el artículo 1 de la ley 155 de 1959.
En su momento dicha disposición fue demandada por carecer de la precisión y la certeza que impone el principio de legalidad, pero la Corte desechó los razonamientos del demandante, al considerar que la norma, a pesar de su ambigüedad, cumplía satisfactoriamente los requisitos mínimos del estándar constitucional, en especial “que la conducta sancionable esté descrita de manera específica y precisa, bien porque la misma esté determinada en el mismo cuerpo normativo o sea determinable a partir de la aplicación de otras normas jurídicas”.
En mi criterio, el artículo referido adolece de la precisión necesaria para entender satisfecho el principio de legalidad, esto es, la capacidad del destinatario de establecer de antemano cuál es concretamente la conducta que se reprocha, para así poder evitar infringir el respectivo precepto. En especial, la falencia de la norma que prohibe ciertos acuerdos o convenios se desprende de su apartado final que agrega que “y, en general, toda clase de prácticas, procedimientos o sistemas tendientes a limitar la libre competencia …”.
La expresión “y, en general” así como todo el texto final en su conjunto, más que ambiguo e impreciso, corresponde a una descripción tautológica, pues confunde la definición con el objeto a definir. En ese sentido, el problema no está tanto en la ambigüedad de las expresiones “prácticas, procedimientos o sistemas”, como lo plantea la demanda, sino el hecho de que dichas expresiones no se relacionen con una conducta concreta y limitada, sino con una conducta tan abierta como lo es el objeto mismo objeto a definir, al señalar que dichas prácticas deberán ser “tendientes a limitar la libre competencia”. Es como si se creara un tipo penal que sancione a todo aquel que realice prácticas, procedimientos o sistemas tendientes a materializar un delito.
Tampoco corresponde el referido artículo a un tipo en blanco, como lo sugiere la Corte, pues no se trata de una norma que adquiere su certeza y su seguridad jurídica al llenarse su contenido mediante la remisión a otra norma, sino que, más bien, el vacío conceptual queda a merced de la abierta interpretación del operador jurídico de turno.
Consciente de ello, la Corte apela a una de sus jurisprudencias más reiteradas y, a su vez, más controvertidas: la idea de que el principio de legalidad tiene un nivel de menor rigurosidad en el derecho administrativo sancionatorio que en el derecho penal. Hemos criticado en el pasado esa distinción, pues no hay razón conceptual válida para sostener dicha disparidad, cuando evidentemente la legalidad debe estar igualmente presente en ambos ámbitos del estudio jurídico.
La Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) cuenta con un abanico de 10 tipos sancionables claramente definidos en el artículo 47 del Decreto 2153 de 1992, sin embargo acude frecuentemente al artículo 1 de la ley 155 para sustentar las aperturas de casos, como si se tratara de un tipo sancionatorio comodín que sirve para revestir de legalidad cualquier conducta que se salga de los parámetros originarios. Este manejo conlleva graves afectaciones al debido proceso de quienes actúan en un mercado, muchas veces creyendo de buena fe que su comportamiento es legítimo, al estar por fuera del ámbito de los comportamientos tipificados en el artículo 47.
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