Hasta hace unos años, en vigencia de la escuela moderna del pensamiento, se asumía que todo proceso o fenómeno se podía explicar con un relato lógico. Se partía de la base de que todas las cosas del mundo tenían una causa y un efecto y que la labor del científico o del filósofo era buscar encajar cada fenómeno dentro de una camisa de fuerza explicativa. El pensamiento posmoderno rompió esas ataduras y propuso la no explicación como una forma de explicación.
La física newtoniana, donde cada componente de la naturaleza hace parte de un modelo armoniosamente ensamblado, dio paso a la visión tipo Nietzsche o Foucault, en la que las cosas y el pensamiento se salen de sus propios confines. Dicho estado del arte sirvió de semilla para darle profundidad a la teoría de los sistemas complejos. Como lo explica el profesor Darin Mcnabb, los sistemas complejos y los sistemas complicados se componen de una gran cantidad de elementos, pero los primeros arrojan resultados que van más allá de la sumatoria de sus partes.
En los sistemas complejos no hay una relación proporcional de causa efecto y una pequeña modificación en una sola de sus variables puede conllevar un efecto abrumador o catastrófico, muchas veces imposible de predecir. En buena medida, la no linealidad de las interacciones se debe a que muchas variables se retroalimentan entre sí y el output se convierte en input generando una espiral de resultados incontrolados. Por definición, un sistema complejo rehuye a un estado de equilibrio y es por ello que los estudios sobre la complejidad tienen una relación íntima con la teoría del caos.
Los teóricos del caos (como Edward Lorenz) describen los sistemas caóticos como aquellos en los que las variables no se repiten de forma regular y generan resultados inestables y aperiódicos. Lo interesante es que los estudios sobre la materia han permitido entender que dentro del caos hay cierto orden, pues si bien dichos sistemas operan en condiciones opuestas al equilibrio y sin un patrón lógico, tienden a ubicarse en el punto más extremo de criticidad y se organizan en referencia a un atractor extraño. Así, aún en los marcos caóticos hay una tendencia superestructural hacia el orden.
Siendo que, en teoría al menos, el objeto de todo sistema jurídico es proponer un marco de reglas que ayuden a mantener el orden social y económico dentro de un grupo humano, resulta muy interesante mirar el concepto de estado de derecho a la luz de las teorías de los sistemas complejos. Lógicamente, estamos lejos aún de entender a plenitud la conexión positiva entre caos y derecho, pero sí vale mucho la pena empezar a experimentar con dichos conceptos para discernir mejor hasta qué punto hace falta que los ordenamientos jurídicos sean concebidos con una mayor conciencia de que la interacción humana, tanto en su plano social como económico, constituye un sistema complejo que debe ser tratado como tal.
Las teorías de la complejidad nos pueden ayudar a entender cuándo realmente se justifica intervenir el comportamiento humano a través de leyes y regulaciones y cuándo es preferible dejar que operen las fuerzas intrínsecas del sistema. Por su parte, los conceptos de la complejidad nos pueden ayudar a asimilar de mejor manera que los sistemas se mantienen en constante dinamismo, lejos del equilibrio, y que para entrar en mejor sintonía con esa realidad puede resultar de la esencia establecer un marco jurídico igualmente dinámico y cambiante que se adapte con mucha velocidad y flexibilidad a una realidad no lineal, ni predecible. En ese sentido, las teorías de la complejidad le darían más valor a un modelo de derecho vivo y cambiante, mas parecido al common law que a las estructuras normativas tipo kelsenianas, más propias del derecho escrito continental.
Por ahora, vamos eslabonando unas ideas para seguir en el interesante y provocador análisis de la relación entre caos y derecho, es decir, entre caos y orden.
¿Quiere publicar su edicto en línea?
Contáctenos vía WhatsApp