En marzo, el secretario general de la ONU advirtió que la pandemia del covid-19 sería el principal reto de la humanidad desde la segunda guerra mundial. Hasta ahora, el tiempo le ha dado la razón: en pocos meses, esa enfermedad ha infectado a unos 13 millones de personas en el mundo y ha dejado sin vida a más de 500.000.
Cuando se desató la pandemia, los gobiernos impusieron cuarentenas para promover el distanciamiento social. Industrias enteras dejaron de funcionar de la noche a la mañana, los trabajadores quedaron confinados en sus casas y se han perdido millones de empleos. Mientras la oferta y la demanda agregadas se contraen una tras otra, se está acumulando una destrucción de valor catastrófica que será difícil de cuantificar.
Para mitigar las secuelas de una recesión en ciernes, los gobiernos y bancos centrales inyectaron liquidez en los mercados con estímulos monetarios y fiscales. Ello causó un repunte inesperado de los principales índices bursátiles, que ha ayudado a contener parcialmente la parálisis de la actividad económica. Pero nada evitó el colapso de miles de negocios que jamás reabrirán sus puertas, ni se ha atenuado la incertidumbre que aún hoy aqueja a los empresarios, mientras aguardan expectantes la reactivación del consumo y la inversión.
En estas épocas sombrías cobra especial relevancia el papel de los administradores sociales. Ellos tienen la titánica misión de mantener a flote las empresas, en medio de una debacle que amenaza con convertirse en una de las peores crisis financieras de la historia. También deben velar por la salud de los trabajadores y atender las exigencias de clientes, acreedores, el gobierno y la comunidad. ¿Qué ocurrirá si, al intentar cumplir con esas labores, los directores incurren en desaciertos perjudiciales para sus empresas?
Hoy, todos somos conscientes de las condiciones extremas bajo las cuales los administradores han tomado decisiones durante la crisis. ¿Pero qué pasará cuando una vacuna logre adiestrar al coronavirus y nos lleve de vuelta a la normalidad? Movidos por el irresistible “sesgo retrospectivo”, diremos que los daños atados a los errores de los directores pudieron haberse evitado, pero ellos no fueron diligentes ni se percataron de las claras señales que debieron guiar sus actuaciones.
En Colombia, los administradores harán las veces de chivos expiatorios, gracias a un anacrónico régimen de responsabilidad que ha sido inmune a todo intento de reforma. Algunos jueces y litigantes fabricarán elucubraciones exegéticas para juzgar las conductas de los directores conforme a las reglas de graduación de las culpas del Código Civil. Y, pese a los esfuerzos interpretativos de ciertas autoridades por sostener que en Colombia aplica la regla de la discrecionalidad, los administradores podrían ser condenados a indemnizar perjuicios bajo el punitivo artículo 200 del Código de Comercio.
El coronavirus dejará estragos difíciles de superar: sistemas de salud desbordados, índices de pobreza elevados y legiones de trabajadores en la informalidad. Pero podría al menos servir para librarnos de doctrinas antiguas que le han causado un daño incalculable a la economía colombiana. Atendamos este llamado a engranar en nuestro ordenamiento reglas que protejan y reconozcan el valor de los directores, que han sido menospreciados por los códigos durante décadas. Del anticuado régimen actual no quedarán sino condenas injustas y litigantes enriquecidos.
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