Los accidentes de trabajo y las enfermedades laborales son el núcleo en el que se concentran muchas de las actividades de prevención del riesgo. Con ahínco se procura que el trabajo sea una actividad segura, en la que se conocen los riesgos, se intervienen, mitigan o eliminan.
Empleadores y contratantes invierten en elementos de protección, capacitación, implementan el Sistema de Gestión de Seguridad y Salud en el Trabajo, documentan sus actividades, vinculan expertos profesionales e imploran el acompañamiento efectivo de las Administradoras de Riesgos Laborales para que realicen un apoyo real, más allá de los formatos y visitas de intención. El Estado reglamenta, regula y mantiene una normatividad robusta cuyo incumplimiento - por parte de empleadores y contratantes - es severamente penalizado.
¿Quiénes faltan en la ecuación anterior? Los trabajadores. Es necesario detenerse en esta maratón de exigencias, tablas, arneses, cascos de colores y listas de chequeo para volver sobre la persona y entender, que el cumplimiento de las normas en el papel, ¡es estéril!, si no se realiza una real inclusión del trabajador y se comprenden sus hábitos. Pero también, serán estériles dichos esfuerzos si no se pactan y se imponen consecuencias, en aquellos eventos en que los hábitos de consumo interfieren en el trabajo seguro.
El uso de sustancias psicoactivas, enervantes, estimulantes; incluso la automedicación, así como el alcohol, afectan la efectividad de las actividades de prevención de riesgos laborales y a pesar de que las conductas son personales, el responsable termina siendo el empleador. Las personas no están siendo conscientes de los peligros que se derivan del consumo y bajo la premisa y excusa de la libertad, exponen irresponsablemente su humanidad y la seguridad de las personas y de las cosas.
Lo complejo de esta situación es la grave ambivalencia jurídica en la que, con sello gana el trabajador y con cara también, pues so pretexto del libre desarrollo de la personalidad, se limita el ejercicio legal de la justa causa para terminar el contrato de trabajo por infracción a las normas ocupacionales o a la prohibición de trabajar embriagado o bajo el efecto de sustancias.
Parecería que se ampara lo incorrecto bajo la falacia de un malentendido paternalismo laboral, que desconoce que la persona que trabaja es responsable de sí, de su autocuidado y de los daños que ocasiona cuando, en ejercicio de sus libertades, se convierte en un riesgo en el y para el trabajo.
La carga para empleadores y contratantes es desproporcionada cuando, además de formar y capacitar al trabajador, cuidar la exposición a los riesgos y probar que hizo lo divino y lo humano en materia de prevención, se le exige educarlo y pedir permiso al Ministerio de Trabajo para despedir, bajo el supuesto de que lo que ocurre es que está enfermo. Por ello conviene documentar una posición clara frente al consumo y ser coherentes en su tolerancia o en su prohibición.
En todo caso, considero que parte del ejercicio del reconocimiento del trabajador, parte de su inclusión, está en abandonar la idea de que es un eterno infante inimputable. El consumo recreativo existe y no toda persona que consume sustancias está enferma por hacerlo y por lo mismo, no conviene dar tratamiento de adicto a quien fue irresponsable.
Que no se pierda de vista que correlativamente al ejercicio de los derechos hay deberes y tal y como se desprende de nuestro lema en el escudo nacional, no es posible concebir el ejercicio de la libertad sin un mínimo de orden.
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