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OPINIÓN

¿Control fiscal o apetito fiscalista?

07 de febrero de 2019

Lialy Blanco Isaza

Asociada Senior de PPU
Canal de noticias de Asuntos Legales

La Contraloría General de la República es el órgano constitucionalmente encargado de vigilar y controlar el manejo de los recursos públicos. Esta función de la Contraloría se denomina “control fiscal”, y el manejo de recursos públicos sobre el que recae es llamado “gestión fiscal”. Los dos conceptos son importantes porque están encaminados a garantizar el buen uso y destino de los recursos que nos pertenecen a todos. Sin embargo, dada su trascendencia, sus alcances deben ser precisados.

La gestión fiscal está definida, en el artículo 3 de la Ley 610 de 2000, como el “conjunto de actividades económicas, jurídicas y tecnológicas, que realizan los servidores públicos y las personas de derecho privado que manejen o administren recursos o fondos públicos, tendientes a la adecuada y correcta adquisición, planeación, conservación, administración, custodia, explotación, enajenación, consumo, adjudicación, gasto inversión y disposición de los bienes públicos, así como a la recaudación, manejo e inversión de sus rentas en orden a cumplir los fines esenciales del Estado”.

De forma sencilla, esto implica que, donde haya recursos del Estado, habrá rendición de cuentas frente a la Contraloría, pues el control fiscal persigue los recursos del Estado en manos de quien estén. Este amplio alcance ha sido aceptado por la jurisprudencia constitucional y administrativa, que ha fijado unánimemente la posición de que no importa la naturaleza de la actividad, entidad, persona o régimen jurídico para la aplicación del control fiscal cuando de recursos públicos se trata.

En consecuencia, si durante el ejercicio de dicho control la Contraloría General o las contralorías territoriales tienen hallazgos de posibles detrimentos al patrimonio público por conductas dolosas o gravemente culposas de servidores públicos y/o particulares que sean gestores fiscales, su deber constitucional es indagar; y, si procede, iniciar un proceso de responsabilidad fiscal tendiente a que el Estado obtenga el resarcimiento por los daños ocasionados a su patrimonio. La declaratoria de responsabilidad fiscal, a su vez, acarrea para los particulares la caducidad de los contratos en ejecución y la inhabilidad para contratar con el Estado por el término de cinco (5) años.

Lo anterior se dice indiscutible en teoría, pero la amplitud del concepto de gestión fiscal parece ignorar una consideración práctica: no todo contratista es gestor fiscal. Si bien en todo contrato con el Estado hay fondos o recursos públicos, no todo contratista del Estado maneja o dispone de fondos o recursos públicos, en el sentido de tener poder decisorio sobre los mismos.

Debido a la poca precisión de la norma, hasta que se fijen criterios inequívocos, este poder debería ser cuidadosamente determinado caso por caso a efectos de establecer quiénes han sido verdaderos gestores fiscales.

Sin embargo, la amplitud normativa y el carácter selectivo del control fiscal han producido un sesgo generalizador que pareciera haber dado licencia a las contralorías para convertir el control fiscal en una cacería de brujas, y la contratación con el Estado en una actividad de alto riesgo para los particulares, todo lo cual constituye una amenaza real para la inversión extranjera.

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