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OPINIÓN

¿A qué le tenemos miedo?

15 de mayo de 2018

Paula Vejarano

Dir. de litigios en Dentons Cárdenas & Cárdenas
Canal de noticias de Asuntos Legales

La semana pasada se cumplieron doce años de la histórica sentencia de constitucionalidad que permitió que en Colombia se despenalizara parcialmente el aborto. Ya pasó más de una década y aunque están muy claras las tres hipótesis en que el aborto está despenalizado e incluso debe ser tenido como un derecho fundamental de las mujeres en tres específicas tres situaciones: Cuando la salud o la vida de la madre están en grave riesgo; cuando hay incompatibilidad del feto con la vida fuera del útero y; cuando el embarazo ha sido producto de incesto y/o violación (es muy duro que haya que usar el y/o en esta última dadas las estadísticas).
Independientemente de las concepciones religiosas, morales y hasta políticas creo que aquella Corte que otorgó este derecho a las mujeres acertó. Piense en casos tan escabrosos como el de aquella niña que a los 11 años fue violada por su padre y resultó embarazada o que aquellas mujeres, esas que desafortunadamente ya no viven por cuenta de la brutal violencia de género, hubieran sobrevivido y no sólo hubieran sido torturadas sino que además resultaran embarazadas en las más atroces condiciones.

Por ejemplo, durante meses las redes sociales y las calles han estado llenas de manifestaciones #metoo #niunamenos y otras tantos hashtags y arengas que más parecen eslóganes de marcas que verdaderas protestas. La solidaridad con las víctimas parece incondicional siempre que la consecuencia sea fatal o no haya un embarazo de por medio, de lo contrario empiezan a aparecer los juicios de valor sobre las decisiones de esas mujeres.

Piense por un instante en la mujer que fue víctima en las fiestas de San Fermín en Sevilla, España, de un grupo de hombres que se autodenominó “la Manada”; piense que hubiera resultado embarazada en medio de semejante atrocidad y que además del bochornoso juicio de valor al que fue sujeta y que dio como resultado una absurda sentencia judicial llena de prejuicios machistas que le exigían un deber de conducta a la víctima (¿?) y no a sus victimarios también hubiera resultado embarazada.

¿Vale la pena jugársela con el discurso provida? ¿No cree usted que todos los vejámenes a los que fue sometida esa mujer de escasos 18 años es suficiente? ¿Cómo le explicaría usted a un niño que es producto de una violación grupal que su mamá lo rechace o que tenga episodios post traumáticos que él tiene que sobrellevar? ¿Cómo le explica usted a un niño que cualquiera de los miembros de la manada puede ser su padre, pero que fue quien más daño le causó a su mamá?

El dilema moral al que se somete una mujer que por la razón que sea ve el aborto como una opción no es fácil. Contrario a lo que muchos deractores del aborto consideran, el sometimiento a un procedimiento así no es sencillo y como cualquier procedimiento quirúrgico tiene altos riesgos. Una mujer que ha sido víctima de violación, que su vida y la de su hijo corren peligro mortal o que sabe que su hijo es inviable por una malformación que hace incompatible su existencia en el mundo extrauterino ya tiene un trauma suficientemente grande como para además verse sujeta a los juicios de valor adicionales que implica buscar ejercer su derecho legítimo.

¿A qué le tenemos miedo cuando hablamos del aborto? ¿Realmente creemos que va a haber filas enteras de mujeres buscando interrumpir sus embarazos? Han pasado ya doce años y a pesar de los lineamientos claros de la despenalización parcial el tema sigue siendo un tabú, pero más grave aún un problema de salud pública.

La violencia de género contra la que todos marchan y se muestran solidarios debe ser erradicada en todas sus formas; no se trata solo de indignarse por las cifras de feminicidios o por las niñas que llenan las estadísticas del terror a cuenta de los pedófilos.

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