Una discusión que viene planteándose desde hace ya algunos años, es la promovida por los exponentes del “Green Antitrust”, que sostienen que el derecho de la competencia debe tener entre sus fines el de contribuir al desarrollo sostenible.
Así, en la Unión Europea se han permitido acuerdos anticompetitivos que versen sobre aspectos de sostenibilidad ambiental, con fundamento en el artículo 101 (3) del TFUE, según el cual podrán inaplicarse las disposiciones sobre acuerdos, decisiones de asociaciones y practicas concertadas contrarias a la libre competencia siempre que “contribuyan a mejorar la producción o la distribución de los productos o a fomentar el progreso técnico o económico, y reserven al mismo tiempo a los usuarios una participación equitativa (...)”.
Lo anterior, bajo el entendido de que los avances en sustentabilidad pueden ser concebidos como un progreso económico.
Por ejemplo, en 1999 la Comisión Europea aprobó un acuerdo entre competidores que, aunque buscaba abstenerse de producir lavadoras de inferior rendimiento, reducía la contaminación asociada con el consumo energético. Pese a sus efectos restrictivos, se consideró que el acuerdo generaba importantes beneficios ambientales y el ahorro en gastos de energía de los usuarios era la compensación por los efectos anticompetitivos.
En el otro extremo del debate, algunos economistas aconsejan cautela. Una de las conclusiones del “Día de la Competencia 2021”, organizado por la Ocde, fue que una mayor competencia incentiva el desarrollo sostenible. Según Pieter Schinkel y Treuren, en ocasiones el Green antitrust asume de plano que los consumidores son indiferentes al tema ambiental y por tanto optarán por el producto más económico, por encima del sostenible pero costoso. Según esos autores, esa premisa es errónea y, por el contrario, los consumidores están dispuestos a pagar costos adicionales por productos sostenibles, además de que esa tesis pasa por alto que el móvil de los agentes de mercado siempre es la obtención de una mayor rentabilidad.
Aducen que la sostenibilidad ambiental es una variable importante para muchos consumidores, y de hecho es un factor de competencia entre las empresas. Por ello, al ser la competencia un incentivo para la sostenibilidad, permitir excepciones para “carteles ambientales” podría tener, más bien, el efecto opuesto al deseado.
Concluyen que, si se considera que los agentes buscan la maximización de sus }utilidades, no se derivaría ningún beneficio ambiental de un acuerdo restrictivo, sino al revés: los competidores podrían acordar niveles de sostenibilidad inferiores a los que regirían en el mercado, en ausencia del acuerdo, para reducir los costos asociados a la sostenibilidad - en los que tendrían que incurrir para competir -, y maximizar así las ganancias.
En Colombia, el artículo 333 de la Constitución establece que la libre competencia es un derecho que supone responsabilidades y que la actividad económica y la iniciativa privada encuentran su límite en el bien común. Indudablemente, el desarrollo sostenible, que hace parte del bien común, es una de las responsabilidades derivadas del derecho a la libre competencia. El debate es bienvenido toda vez que contribuye a armonizar uno y otro objetivo.
La política del Estado no puede funcionar de manera fragmentada, sino que tiene que girar en torno de unas prioridades. Es claro que el logro del desarrollo sostenible debe ser una de ellas. Mal podría el derecho de la competencia erigirse en un obstáculo para alcanzar ese objetivo.
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