Nadie osaría cuestionar las restricciones que ha adoptado el Gobierno para hacer frente a la pandemia. Si bien es cierto, se trata de una situación que amerita obrar con la mayor severidad, en la medida en que el tiempo avanza, el confinamiento, va a comenzar también a cobrar víctimas y a tener efectos, algunos de ellos devastadores, en la salud de los ciudadanos, sobre todo en los mayores.
De ahí que, aunque se han de reprimir con rigor las actividades que representan un peligro para la salud de los ciudadanos, también se deben flexibilizar aquellas que no representan mayor riesgo de transmisión, por supuesto con la observancia de estrictos protocolos.
De otra parte, es menester evitar que la pandemia sirva de amparo a medidas injustificadas, que vayan más allá de lo necesario para hacer frente a la emergencia.
En este sentido, los Principios de Siracusa, adoptados por el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas en 1984, y las observaciones generales del Comité de Derechos Humanos, sobre los estados de emergencia y la libertad de movimiento, establecen las pautas que deben seguir las medidas gubernamentales que restringen los derechos humanos por razones de salud pública o emergencia nacional.
Ellas deben ser estrictamente necesarias, no pueden ser arbitrarias ni discriminatorias en su aplicación, han de tener duración limitada, respetar la dignidad humana y deben ser proporcionales para lograr su objetivo. Además, cualquier reducción de esos derechos debe evaluar el impacto desproporcionado que se pudiera producir en grupos marginados.
Se hace aquí relevante la discusión relativa a si las personas mayores de 70 años deben soportar unas restricciones más drásticas, a sus derechos constitucionales, que aquellas impuestas al resto de la población.
Considero que el Estado debe enfocarse en adoptar medidas dirigidas a prevenir situaciones que representan un mayor riesgo de diseminación y propagación del virus y no tiene por qué asumir una situación paternalista e interferir indebidamente en la libre autonomía de las personas.
No puede el Estado arrogarse la facultad de decidir cómo deben las personas vivir su vida. No es además congruente restringir con mayor drasticidad la movilidad de las personas en razón de su edad. Si bien es cierto en todos los países la mortalidad ha sido mayor en este grupo, no se ve por qué van a tener que soportar un tratamiento discriminatorio respecto de aquellas que están también en la población de riesgo como los hipertensos, diabéticos, etc.
Además, a diferencia de Europa, en donde gran parte de los mayores viven aislados o en casas especiales, en Colombia esa población convive en grupos familiares con gente joven, laboralmente activa que representa igualmente riesgo de contagio. En estas condicionen, su confinamiento no conlleva el aislamiento social y es ineficaz.
Se ha ignorado que para la salud de los mayores es muy grave y nociva la inmovilidad que se deriva del confinamiento (produce riesgo cardiovascular y perdida rápida de condición física) y que estas personas, tan solo representan 7,1% de la población de Colombia (censo de 2018), razón por la cual no puede sostenerse que ellos sean quienes vayan a congestionar las Ucis. Se debería más bien dar a este grupo la posibilidad de hacer más ejercicio al aire libre, sin tantas restricciones horarias, con el cumplimiento de los protocolos.
Debemos dejar la histeria a un lado y comenzar a decantar con mayor sindéresis estas situaciones.
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