En medio de ese mundo convulso y hostil, signado además por la gravísima situación económica producto de la conflagración, algunos trabajadores y dirigentes sindicales visionarios se hallaban enfrascados en su propia lucha por sacar adelante una organización internacional relativa a los temas laborales.
Los antecedentes de otras iniciativas en tal sentido y el mismo contexto en el cual iba a ser propuesta no eran propicios para este propósito. En cuanto a los primeros, tanto los empresarios como los gobiernos ya habían fallado en los intentos llevados a cabo en diferentes épocas de la historia para hacer realidad el deseo de una reglamentación internacional de los asuntos laborales. En cuanto a lo segundo, la guerra no facilitaba un propósito tan ajeno a los asuntos militares. Ello no fue óbice, sin embargo, para los decididos trabajadores y dirigentes sindicales que se habían comprometido con este anhelo, algunos de ellos inspirados al parecer por la entonces aún recién adoptada Encíclica Rerum Novarum (1891) y preocupados por los planteamientos del marxismo que día a día encontraba más adeptos en Europa. Tampoco ayudaba la inexistencia de experiencias previas de la humanidad en lo tocante a creación de organizaciones internacionales con vocación universal tales como a las que hoy estamos acostumbrados; el mundo entonces distaba mucho de la pléyade de organizaciones, comités, bloques, alianzas, etc. que hoy en día conforman -deberíamos tal vez decir ¿saturan?- el horizonte político global.
A pesar de todo, estos obreros y sindicalistas, soportados en la resistencia y tozudez propia de los operarios acostumbrados a enfrentar y superar la adversidad, se metieron de lleno en hacer realidad su sueño. Y decidieron ser revolucionarios pero, por fortuna, no en el sentido marxista del término sino en el de aquellos visionarios con capacidad de transformar el mundo sin necesidad de acudir a la violencia; cuánto más meritorio puesto que el fantasma que rondaba a Europa, y que luego terminó apoderándose de más de la mitad de ella y al cual ellos finalmente se enfrentaban, era justamente eso lo que predicaba: violencia y más violencia (la “partera de la Revolución”), sangre, lucha de clases. No la tenían fácil.
La primera decisión revolucionaria fue justamente concebir una organización internacional multilateral con alcance global. El antecedente que existía, una pequeña organización que adoptó algunos convenios no tenía los cimientos ni la perspectiva para sobrevivir a eventos como la Primera Guerra Mundial, tal y como terminó por ocurrir.
Luego su efímera existencia no priva de mérito la visión de los creadores de la OIT. La segunda decisión fue más allá de lo aún hoy existe: decidieron que los representantes de los estados miembros de esa organización no fueran solamente los gobiernos; otorgaron poder a los ciudadanos -trabajadores y empleadores- para que conjuntamente, y en igualdad de condiciones con aquellos, adoptaran decisiones en el seno de la misma. Ello constituye un fascinante anatema que jamás se volvió a repetir.
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