La ley no escatimó en la creación de principios y normas coloridas. Para empezar, se dijo que los sujetos obligados (entes públicos) tienen el deber de suministrar la información “en los términos más amplios posibles”, excluyendo solo aquello que constituya una excepción constitucional o legal expresa, señalando además que el acceso a la información pública es gratuito. A su vez, se estableció categóricamente que el concepto de información pública no se limita a la información sobre los procesos de contratación, el presupuesto, el organigrama, las funciones, el directorio, los informes de gestión y demás aspectos que comúnmente se divulgan a través de la página web u otros mecanismos, sino que va más allá de ellos.
Con el fin de evitar abusos o elusiones, se dispone que una entidad sólo puede rechazar el acceso a cierta información mediante decisión motivada y escrita cuando ello pudiere causar daño a la intimidad de las personas, a su derecho a la vida, salud o seguridad, o cuando se ponen en riesgo secretos comerciales, industriales o profesionales. También quedan exceptuados del deber de suministro los datos que puedan poner en peligro la defensa, la seguridad nacional o la seguridad pública. El pequeñísimo problema está en que es la propia entidad pública la que quedó con la autoridad de interpretar el alcance de cada una de las disposiciones de la ley, lo que, en la práctica, significa que cada entidad entrega sólo la información con la que se sienta confortable, y así su única carga consiste en elaborar elegantes interpretaciones jurídicas y, de necesitarlo, estirar los conceptos hasta el punto de convertir las excepciones en la regla general.
En Colombia hay más de 70 leyes vigentes expedidas por el Congreso de la República que le dan a la información categoría de información reservada o confidencial, impidiendo su acceso público y generando guetos informativos que son terreno abonado para la arbitrariedad y el abuso de poder. Aunque dichas leyes son recurrentes en relativamente pocos temas (diplomacia, inteligencia militar, correspondencia privada, habeas data, etc.), lo cierto es que la creatividad de las oficinas jurídicas comúnmente sirve para encontrar una ley que casualmente encaja para sostener el carácter reservado de cada pieza de información que se solicita por parte de la ciudadanía. No hay en este país Superintendencia u organismo de control que no entienda que sus investigaciones son reservadas, ni entidad que no vea en el trasfondo de sus funciones alguna conexión con la seguridad nacional, o un riesgo para la vida o la intimidad de las personas.
Así, después de la Ley de Transparencia quedamos igual que antes de la Ley de transparencia.
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