Si bien la figura de la abogacía de la competencia y otras normas gubernamentales están dirigidas a que los proyectos de nuevas regulaciones sean evaluados previamente bajo la lupa de las reglas y principios de la libre competencia, existe un vacío en la legislación respecto de la evaluación de las regulaciones ya vigentes que vienen rigiendo en diferentes sectores de la economía.
En efecto, la figura de la abogacía de la competencia, concebida por el artículo 7 de la ley 1340 de 2009 y reglamentada por el Decreto 2897 de 2010, otorga facultades a la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) para emitir concepto previo sobre la incidencia potencial que, a la luz de la libre competencia, pueden tener en los mercados los proyectos regulatorios de otras autoridades administrativas. Esta función es de alta importancia y ha venido siendo ejercida por la autoridad con mucha prestancia, pero se circunscribe a los proyectos de norma, es decir, a disposiciones regulatorias que se pretenden introducir al ordenamiento jurídico a futuro.
Así las cosas, distinto a la preparación de estudios económicos, no existe en cabeza de la SIC o de otras entidades una competencia directa para revisar regulaciones expedidas en el pasado y propiciar un mecanismo de reforma o eliminación de dichas regulaciones, cuando la evaluación indique que las mismas van en contravía de reglas o principios esenciales de la libre competencia.
Siguiendo recomendaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (Ocde), en su momento el Conpes 3816 de 2014 incluyó la Guía Metodológica de Análisis de Impacto Normativo que señala la hoja de ruta para incorporar en el sector público la cultura de la evaluación del impacto regulatorio en el proceso de toma de decisiones, análisis que no se debe limitar a los asuntos de competencia, sino que se extiende en general a las buenas prácticas que han de regir cualquier iniciativa regulatoria.
Esta normativa, así como otras iniciativas que apuntan a la optimización de la función regulatoria son muy positivas, pero, de nuevo, se limitan a los proyectos de norma, dejando de lado todo lo que se ha regulado en el pasado.
Existen literalmente miles de resoluciones, decretos u otros actos administrativos que hacen parte del ordenamiento jurídico vigente y que en su momento no fueron sometidos a ningún tipo de evaluación de competencia o de buenas prácticas regulatorias, ya sea por su antigüedad o porque corresponden a excepciones del régimen general de abogacía. También puede ocurrir que muchas de esas normas fueron analizadas a la luz de un estándar anterior diferente a la óptica que hoy se tiene sobre el tema, especialmente si se trata de regulaciones anteriores a la Constitución del 91.
El asunto es que dichas regulaciones anteriores, no por su antigüedad dejan de incidir hoy en día en la estructura de los mercados y, en muchos casos, pueden generar efectos adversos para la competencia, o los efectos anticompetitivos que producen y exceden los beneficios que conlleven.
Siendo la libre competencia un derecho de rango constitucional y teniendo el Estado el deber -y no solo del derecho- de intervenir en los mercados para impedir que se obstruya la libertad económica, resulta perentorio que se asigne a la SIC o a otra autoridad la facultad de revisar gradualmente -y en función de un plan de prioridades- las más importantes regulaciones vigentes, para determinar su impacto en los mercados implicados y proponer correctivos en caso de detectar fallas de mercado u otras situaciones susceptibles de ser mejoradas.
Los mercados están lejos de ser perfectos y es pertinente hacer todos los esfuerzos necesarios para dinamizarlos, aumentando la transparencia y la seguridad jurídica, eliminado barreras de entrada artificiales y, ofreciendo mayores garantías y certezas para el ingreso de nuevos jugadores.
¿Quiere publicar su edicto en línea?
Contáctenos vía WhatsApp