Para la celebración de Halloween del año pasado, investigadores de la Universidad de Massachusetts presentaron a Shelley, un robot que toma su nombra de la autora de la famosa novela Frankenstein. Shelley toma insumos suministrados por personas de diferentes latitudes, con quienes interactúa a través de Twitter, para construir terroríficas obras literarias. El caso de Shelley no es el primero ni es el único; en algunos casos, los aportes de la inteligencia artificial son instrumentales, pero en muchos otros, nos encontramos ante verdaderas creaciones, en las que el ser humano no ha intervenido de manera directa, siendo estas construidas mediante Inteligencia Artificial, de manera autónoma e independiente, a través de algoritmos de aprendizaje continuo y machine learning.
Ante esta realidad, es necesario indagar si las creaciones mediante IA pueden llegar a ser objeto de protección del derecho de autor. Una primera respuesta la encontramos al acudir al concepto de originalidad de la obra; sin embargo, esta no ha de ser entendida desde su plano objetivo, pues ello supondría que la obra deba ser novedosa -como si se hace en algunos ámbitos del derecho industrial-; sino que es necesario verificar desde su plano subjetivo: la impronta del espíritu humano que ha de plasmarse en la obra intelectual como resultado del proceso creativo, estando ligado intrínsecamente a la persona.
Con base en lo anterior, es posible avizorar dos escenarios diferentes. Un primer escenario está constituido por aquellas obras en las que la IA es instrumental, en la medida que habrá una persona que interactúa con el modelo de IA, dirigiendo el proceso creativo a través de órdenes, de edición, de suministrar comandos, de definir cantidades, entre otras instrucciones que desencadenan un resultado. En este caso, el resultado de la creación puede ser atribuible al ser humano y, por ende, será objeto de protección por el derecho de autor, tal como ocurre con la obra fotográfica, debiendo ser considerado autor la persona que dio lugar a la creación.
El segundo escenario es completamente diferente, pues está constituido por “obras” que son resultado de modelos de IA que han “aprendido” a crear, dando lugar a resultados que no han sido previamente concebidos por el ser humano que interactúa con el modelo. En este caso, no hay ningún aporte del hombre o, habiéndolo, ocurrió en un momento anterior al de la creación de la obra, pues coadyuvó en la fase de aprendizaje, pero no en el resultado, que no pudo ser predecible, que fue fruto de un proceso simulado en el que no intervino.
En efecto, una creación que resulte de un modelo de IA de aprendizaje continuo, con la capacidad para ir evolucionando, autónoma e independiente, a partir de lo aprendido, se despliega un verdadero iter creativo, que va desde la ideación hasta la materialización de la idea, semejante al que realiza el ser humano, no podrá ser considerada como objeto de protección por el derecho de autor pues, en este caso, hará falta lo más importante de esta disciplina jurídica: el autor.
Los problemas del segundo escenario devienen de la ausencia de originalidad, en tanto esta solo puede predicarse de aquellas obras que son fruto de un acto volitivo de la persona, que implica discernimiento del autor. Este discernimiento está ausente en la creación mediante IA, en tanto son resultados de procesos mecánicos que dependen de la configuración inicial, asemejándose a lo ocurrido ante las creaciones que son fruto de los animales. La discusión al respecto apenas empieza.
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