La semana pasada la revista The Economist alertó sobre una grave secuela del covid 19: la posibilidad de que algunos gobiernos, en el afán por conservar empleos, le den respiración boca a boca a empresas que no tienen viabilidad alguna.
En Colombia el Gobierno Nacional expidió los decretos de emergencia 560 y 772 donde se establecen importantes reformas al régimen de insolvencia, donde se simplifican los trámites, se flexibilizan los procesos y se crean toda suerte de incentivos a la inversión de recursos en las empresas en crisis.
Estos decretos han sido apoyados por los operadores del sistema de insolvencia y por los empresarios y, recientemente, la corte constitucional les otorgó su correspondiente bendición constitucional. Adicionalmente, la Superintendencia de Sociedades desde marzo ha venido desarrollando una gestión ejemplar para resolver las situaciones de insolvencia, implementando por primera vez en el país el expediente digital.
Sin embargo, esta batería de reformas y de ajustes institucionales no pueden perder de vista que el objetivo de la ley de insolvencia colombiana -y de cualquier ley de insolvencia del mundo- no es proteger empresas o empresarios a cómo de lugar, sino proteger el valor de la empresa como unidad productiva para, de esta forma, proteger el crédito y el empleo.
Mantener empresas zombis vía las normas de insolvencia no es conveniente ni para la economía, ni para el mercado, ni para los trabajadores, ni para el estado. Las empresas zombis son una carga parasitaria que vive de extraerle valor a los demás, ya sean las entidades financieras, sus competidores, sus empleados o sus proveedores.
En días pasados, por ejemplo, se validó el acuerdo de reorganización de la sociedad Avantel, hecho celebrado por los medios comunicación. No obstante, la noticia omitió informar que dicha empresa, en opinión de numerosos acreedores, dista mucho de ser un estandarte de buen gobierno corporativo. De hecho, la empresa venía operando incursa en causal de disolución por pérdidas desde 2015, mucho antes de la crisis del covid, sin que se hubieran tomado medidas efectivas para enervarla.
Esta abierta violación del régimen societario -diseñado precisamente para evitar el deterioro de la prenda general de los acreedores- no fue inocua. Desde el reconocimiento de la causal hasta que la empresa inició su proceso de reorganización a finales de 2019 las pérdidas acumuladas de la sociedad se doblaron hasta la increíble suma de $1,6 billoneS y su patrimonio negativo se multiplicó por diez veces, de $75.725 millones a $716.044 millones.
Los platos rotos generados por esta destrucción de valor los acabaron pagando los acreedores, muchos de ellos involuntarios, quienes, debido a la rigidez de las normas de promoción de las telecomunicaciones, estaban obligados a continuar prestando servicios de interconexión cuando era claro que nadie les iba a pagar de manera corriente.
En el acuerdo validado hace unos días con votos provenientes en su mayoría de empresas vinculadas al deudor -dato que omiten del comunicado de prensa- se les impone a los acreedores una controversial fórmula de pago: un pago “bullet” dentro de 10 años sin tasa de interés, solo con la corrección monetaria.
Ofreciendo, por otra parte, una capitalización y una fusión con otra empresa que de todas formas resultará ¡en un significativo patrimonio negativo de la nueva sociedad absorbente!, es decir pasamos de una antigua empresa en causal de disolución a una nueva empresa en la misma situación.
Esto es precisamente la situación que alerta la revista The Economist cuando habla de la inconveniencia de empresas zombis en tiempos de covid. La Superintendencia de Sociedades y el MinTic tienen la responsabilidad de velar para que dentro de un par de años los esfuerzos de disrupción del nuevo competidor de celulares no resulten en un costoso chasco para acreedores y consumidores.
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