La comunidad jurídica internacional ha venido discutiendo la conveniencia de unificar el derecho privado, tradicionalmente separado entre civil y comercial, en un único régimen. Colombia, por supuesto no ha sido ajena a esta discusión y ya se encuentra radicado un proyecto que pretende cumplir con esta ambiciosa tarea.
Independientemente de qué tan conveniente resulte un proyecto de esta naturaleza, lo cierto es que cualquier intento de unificación requiere un extenso y juicioso trabajo. Nuestros códigos responden a una tradición jurídica que viene de siglos atrás y que se ha modernizado a través de un esfuerzo interpretativo en el que la academia, litigantes y jueces hemos tenido un papel fundamental. El derecho, como la sociedad misma, evoluciona y se ajusta a las nuevas realidades sociales. Siempre está en constante transformación.
La unificación del derecho privado es, sin duda, una labor titánica que requiere de las mentes más brillantes y conocedoras de ambos regímenes para que sumen esfuerzos y lograr un código a la medida acorde con las necesidades del país. Un código que sea coherente con nuestro pasado, que no niegue el presente y sea capaz de perdurar en el futuro. Por favor, no sigamos apostándole al afán y al facilismo legislativo en un proyecto de esta magnitud y que será el que determine todas las relaciones cotidianas de todos los colombianos. La unificación no puede ser tomada a la ligera ni evacuada, en términos de las abuelas, “como peluqueando bobos”.
El proyecto que fue radicado tiene varios problemas de técnica legislativa. Como lo señalan varios profesores de derecho civil, el proyecto tiende a ser una burda importación del código civil y comercial argentino; como si en Colombia fuéramos incapaces de decantar y estructurar nuestras propias normas de acuerdo a nuestra realidad, historia y, no menos importante, nuestra Constitución.
No puedo dejar de pensar que el proyecto es, por decir lo menos, ingenuo en muchas materias que deben ajustarse a las nuevas realidades sociales. Por ejemplo, en el Título que se refiere al Matrimonio en el Proyecto aparece, con muy buena intención, la siguiente definición: “El matrimonio es un contrato solemne por el cual dos personas naturales se unen con el fin de constituir familia”, un aparentemente avance en términos de igualdad y no discriminación frente a la norma vigente que define el matrimonio como: “un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen con el fin de vivir juntos, de procrear y de auxiliarse mutuamente”. Sin embargo, el cambio se vuelve intrascendente cuando el fin del matrimonio es constituir una familia y este término es definido en la Constitución como aquella que surge de la decisión libre “de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla”. Flaco favor le hace a la igualdad este cambio insulso y bienintencionado pues el llamado que en su momento hizo la Corte Constitucional al legislador (Sentencia C 577 de 2011) para regular un aspecto tan sensible no se soluciona con una norma ordinaria que a simple vista parece igualitaria. Ese llamado implica una reforma constitucional para suprimir los términos hombre y mujer del artículo 42 de la Constitución.
Necesitamos una norma que sea válida, justa, eficaz, suficiente y clara. No una ley que será objeto de infinidad de demandas por inconstitucionalidad y que deba ser interpretada bajo los condicionamientos que defina la jurisprudencia Constitucional, de lo contrario no hicimos nada y mejor nos quedamos con lo que tenemos.
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