Es indudable la intrínseca relación entre el ejercicio del Derecho y el lenguaje. Desde teóricos hasta funcionarios públicos, desde filósofos hasta académicos coinciden en reconocer que la calidad de un jurisconsulto pasa necesariamente por su destreza lingüística.
Hoy, se diría que entre mayor esa destreza, el abogado sube en la escala de la competitividad profesional. Lo que sí hay que reeditar es la competencia del lenguaje jurídico en clave de asequibilidad, por un lado, y poner en la escena de las discusiones comunes, el fortalecimiento del lenguaje a medida que se estudia la ciencia jurídica en las escuelas de leyes, por el otro.
Aceptemos que ambas situaciones son indivisibles, pues lo segundo eventualmente conduce a lo primero. Hasta el anatemismo, una de las quejas más frecuentes de la sociedad colombiana acusa al lenguaje jurídico de confuso, excluyente y, en ocasiones, deliberadamente nebuloso.
El profesor universitario, autor del Manual de escritura jurídica, Diego López Medina (2018) echa por tierra la tesis ampliamente aceptada de que el Derecho tiene un lenguaje especializado –“un tecnolecto”–. Pero en cambio, señala que este se desconecta del “ámbito gramatical”, con efectos sobre “una redacción pomposa, pesada y pedante” (p. 16), sin advertir que construyen textos de difícil comprensión.
¿Comprensión para quién? En principio, para los ciudadanos, si nos percatamos de que el principal interlocutor de los textos jurídicos son los ciudadanos de a pie, que cuanto menos una vez en su vida tienen que vérselas con algún trámite de tenor jurídico.
De hecho, la gente común es el destinatario principal de los documentos jurídicos, con efectos concretos sobre su vida, por lo que los esfuerzos por ser claros tendrán un potencial de ser comprendidos sin lugar a intermediarios, además de ser usados de manera correcta y segura.
En buena medida el éxito de una diligencia depende del éxito comunicativo del texto jurídico, sea este oral o escrito. Su efecto expansivo en la cultura legal democratiza el derecho, pues favorece la inclusión, al tiempo que tiene impacto positivo en la administración de justicia. Aunque sin mayor reconocimiento, un lenguaje claro se convierte en elemento definitivo de lo que se ha llamado la humanización del Estado.
En la segunda cuestión, los esfuerzos por revertir las limitaciones del lenguaje jurídico provienen de iniciativas académicas y públicas.
A contrapelo de la tradición barroca, repetitiva y ambigua, en Colombia variados proyectos emanados de profesionales del Derecho empiezan a transformar prácticas orales y escriturales de los abogados en formación.
Es evidente que los estudiantes en los primeros cuatro semestres de Derecho, si no antes, empiezan a reproducir una suerte de argot jurídico, incluso, muchas veces sin entenderlo a cabalidad, heredado de lo que leen en jurisprudencias, escuchan de sus profesores y asimilan de un entorno lingüístico conservador.
Esa patología lingüística que “[…] ha dado pie —y legitimado—cierto enredo de la composición jurídica, que considera como buenas prácticas de redacción los párrafos enormes, formados por una sola oración, llenos de información secundaria, incisos y referencias, que distraen la atención de la línea discursiva y dificultan la comprensión” (López, 2018, p. 22), convoca ahora una contracorriente ya notable.
La Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, el Consejo Superior de la Judicatura y universidades como los Andes, Eafit o El Bosque avanzan en desaprender maneras caducas y reeducarse en una comunicación jurídica de calidad. En su enfoque, piensan que el abogado debe ser no solo un experto en la ley, sino también un comunicador eficaz, con lo cual ennoblece la práctica legal.
Reconocer que el derecho tiene un léxico especializado no justifica que su estilo sea técnico y su registro oscuro y aburridor. Incomunicar no puede ser el resultado de las comunicaciones jurídicas. Bien por el contrario, como ningún otro profesional, la defensa subsidiaria del jurista con la trasmisión clara de las ideas implica que el otro pueda decodificar la signatura jurídica, y de ningún modo significa comprometer la rigurosidad de fallos o conceptos.
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