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OPINIÓN

¿Fin del absurdo?

28 de agosto de 2020

Alejandro Mejía

Socio de Cáez Muñoz Mejía Abogados
Canal de noticias de Asuntos Legales

Pronto, no se sabe cuando, degustaremos de un nuevo canapé de la sinrazón legislativa que ya nos caracteriza como Estado. La Corte Constitucional declaró en sentencia C-327 de 2020 la exequibilidad condicionada de dos disposiciones del código de extinción de dominio (Ley 1708 de 2014).

Digo “pronto”, porque como se ha vuelto habitual, las decisiones de la Corte Constitucional se conocen primero por comunicados de prensa, cables o galletas de la fortuna, antes que por la publicación oficial de la sentencia, como corresponde. He ahí una oportunidad de mejora, pero ese es otro tema. Lo cierto es que la Corte parece que orientó la jurisprudencia sobre la forma como deben ser interpretados los numerales 10 y 11 del artículo 16 de esa ley. Desgranemos lo que se sabe:

En fallos de exequibilidad condicionada como este, más que la decisión, lo valioso está en la ratio decidendi. En cristiano: no es el castigo (la decisión) sino la cantaleta (la ratio) lo que merece un análisis a profundidad, pues el latinismo se refiere a los argumentos que fijan la regla determinante, que forjan la base de la decisión. En este caso la regla es simple: es inconstitucional que la ley le exija a un ciudadano indagar en un grado de profundad, francamente irracional, por la historia de un bien que está adquiriendo, o por las condiciones particulares de la persona o del ente que se lo está transfiriendo.

Históricamente, las leyes que en Colombia han regulado la extinción de dominio han caído en la grave equivocación de hacerle mucho daño a las empresas legítimas, empresarios e inversionistas, con el pretexto de servir de herramienta para combatir el narcotráfico y la rentabilidad del delito. En ese recorrido, se han fijado estándares con los que no pueden cumplir los hombres de negocios, empresarios diligentes ni seres celestiales; y esta sentencia, según parece, dispone que si el Estado no ha podido establecer el origen ilícito de un bien, no tiene por qué pedirle a un ciudadano que ha actuado de buena fe que lo haga.

Muchos fiscales y jueces de extinción de dominio pretenden que los particulares descubran información, generalmente clandestina, relativa al pasado escabroso de un bien, una sociedad o una persona vinculada en una cadena de títulos. O incluso han ido más allá: piden que se sepa por un socio calavera o las andanzas de un pariente lejano, cuando ni siquiera los registros oficiales ofrecen esa información.

Es frecuente, por no decir siempre, que consultas sobre requerimientos judiciales o investigaciones abiertas en contra de esas personas o bienes, fracasen en la Fiscalía con el sermón de la confidencialidad. Sin embargo, la misma entidad suele enrostrarle a quien ha consultado no haber sabido del oscuro pasado de esas personas o bienes; o no haber hecho lo suficiente para descubrirlo.

Tal parece que el precedente que sienta esta sentencia puede representar el fin de un absurdo coctel de errores de técnica legislativa, de política criminal y de hermenéutica que existe desde hace casi 20 años que tiene la ley en sus distintas versiones. La ratio suena elemental pero es toda una conquista de los derechos a los terceros de buena fe. Ya es hora de un postulado así de categórico frente a esta norma, pero faltan más.

Bonus: aplausos para el lanzamiento del Capítulo ‘Colombia’ de la World Compliance Association. Sobria organización que parece más comprometida con fomentar la ética corporativa que con vender afiliaciones, como otras que ya han asomado por estas latitudes.

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