Apuesto que la última vez que reemplazó un bombillo fundido en su casa fue hace menos de un año. Seguramente usted no lo sabe, pero en la estación de bomberos de Livermore, California, yace la bombilla centenaria: un bombillo que en 2015 cumplió un siglo funcionando de forma ininterrumpida. Mientras usted lee esta columna este objeto habrá acumulado más de un millón de horas continuas de servicio sin fundirse. Su existencia es un acontecimiento al punto que hay una web que transmite en vivo la bombilla encendida diariamente, ¡105 años después de su fabricación!
La anécdota es una ironía para los tiempos en que vivimos, rodeados de productos con una vida útil sospechosamente frágil; nada parecido a la bombilla centenaria. Al fenómeno lo han llamado “obsolescencia” con sus vertientes sicológica, tecnológica y planificada. La última, responde a la estrategia comercial según la cual el fabricante de un bien programa la caducidad anticipada de sus componentes para que el propio objeto sabotee su funcionamiento, se haga inservible o simplemente se vea obsoleto frente a otro modelo que el propio fabricante ha de lanzar al mercado. Al descontinuar la fabricación de partes y componentes el fabricante estimula la adquisición del nuevo modelo por lo difícil y costoso que resulta reparar el bien. Podría decirse que esa es la obsolescencia dañina.
Francia actualizó su legislación para impedir el abuso de los fabricantes de esta desleal táctica comercial atacando el problema desde la penalización de la obsolescencia programada. Aunque se abordó como un atentado al consumidor, es claro que la popularización de esta práctica genera también, serias amenazas al medioambiente por la producción irresponsable de desperdicios tecnológicos, y el uso de materiales no reciclables y dañinos para la salud humana.
De este contexto surgieron las consonadas causas penales abiertas en ese país contra Apple, por la obsolescencia generada al iPhone 6s al actualizarse su propio sistema operativo, y Epson, por la instalación de microchips en los cartuchos de impresoras que exigían el reemplazo de estos, habiendo suficiente tinta para continuar imprimiendo.
La ley colombiana no debe ser ajena a la problemática. Existen fundamentos de política criminal que no alcanzo a publicar en esta columna por espacio, y urge un compromiso legislativo universal por penalizar este comportamiento, pues su práctica a escala masiva, verdaderamente amenaza la sostenibilidad medioambiental del planeta y es una burla colosal a la buena fe contractual y a los derechos de los consumidores. Es inconcebible que en estos tiempos, los avances científicos se usen para estimular ciclos de consumo sin otra consideración que la codicia empresarial.
La tarea, sin embargo, no estará bien hecha si no se complementa la penalización de la obsolescencia programada con un régimen de responsabilidad penal de las empresas. El sistema actual se quedaría muy corto con la persecución de estos comportamientos responsabilizando exclusivamente a personas de carne y hueso.
Es ingenuo pensar en que se puede identificar al ejecutivo detrás de esta estrategia, seguramente desde la matriz de una multinacional alojada en un país industrializado, para traerla a un juicio en Colombia. Así mismo, es insuficiente sancionar el actuar del individuo mientras la corporación perpetúa una cultura empresarial de esta naturaleza. Como decían las abuelas, se hace una vuelta y dos mandados.
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