Eso es de mayor profundidad, a nuestro juicio, que si este o aquel gobernante les gusta a los electores, que si un determinado caudillo los seduce o no. Y el cuestionamiento de la democracia representativa conlleva igualmente al mecanismo fundamental de la misma que son los partidos y movimientos políticos. Sin embargo, lo anterior no significa que estemos al borde de la hecatombe, pero sí es un llamado a reflexionar acerca de la necesidad de reformas profundas, que estoy convencido van más allá de las dimensiones éticas del tema.
La democracia de representación surge casi en paralelo con los procesos de construcción de los Estados-Nación modernos y emerge, a diferencia de la democracia directa ateniense, por razones de orden práctico, no era viable poder reunir a todos los ciudadanos de una Estado-Nación para tomar decisiones sobre los asuntos de su gobierno. Había que elegir a representantes. Y van emergiendo con fuerza las agrupaciones políticas que buscaban convocar a los ciudadanos que tuvieran opiniones similares o parecidas sobre los problemas nacionales, para que ellos eligieran los mismos representantes. Ese modelo se va decantando y durante un largo trecho de la historia les permite a las democracias representativas funcionar legítimamente.
Pero a partir de mediados del Siglo XX empiezan a emerger lentamente cuestionamientos a ese modelo de democracia. Para sectores de ciudadanos los representantes no están expresando las opiniones de quienes representa -entre otras razones porque toma fuerza la idea de que una vez elegidos los representantes, ellos actúan es en función de la abstracción nacional y no de aquellos que les otorgan su mandato-, pero igualmente se cuestiona al mecanismo de selección de los representantes, que son los partidos y movimientos políticos por distintas razones: antidemocráticos, anquilosados en sus propuestas, excluyentes, entre otras. Esto va a generar tendencias fuertes de no participación que se expresan en fenómenos como la abstención -que aquejan en mayor o menor medida a muchas de las democracias realmente existentes-.
Pero adicionalmente, por razones de gobernabilidad, en muchas democracias tienden a diluirse los debates y las diferencias político-ideológicas y a surgir los denominados ‘pensamientos únicos’ sin los cuales no habría salvación para las sociedades. El resultado de todo ello es que cada vez menos interesa a los ciudadanos del común los asuntos de la política.
Como respuesta a lo anterior se introducen mecanismos de democracia de participación como complemento a las democracias representativas o liberales.
Pero no parece ser una solución que satisfaga totalmente a los ciudadanos. Entre otras razones porque cada vez más se diversifican las ciudadanías y los intereses de las mismas, es decir, la abstracción de la ciudadanía empieza a materializarse en ciudadanías específicas, de género, de regiones, de
etnias, de generación. Cada vez tenemos sociedades con ciudadanías plurales y los modelos representativos siguen estáticos.
A finales del Siglo XX y comienzos de este nuevo milenio se posiciona con fuerza en los escenarios globales una nueva forma de cuestionamiento a las democracias representativas y que toman diversas expresiones, ‘los indignados’ en distintas sociedades, las llamadas ‘primaveras’, las ‘democracias callejeras’, que cuestionan no sólo rezagos de regímenes autoritarios, sino el propio funcionamiento de las democracias de representación.
Es a esta crisis de las democracias de representación que se enfrentan, de manera más o menos aguda, las sociedades contemporáneas y los remedios van más allá de acudir al voto en blanco, que también expresa malestar con la democracia; requiere probablemente rediseños institucionales -en la pluralidad de las representaciones y en las modalidades de su escogencia- que todavía no emergen en el abanico de propuestas de reforma.
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