A partir de la Ley 1116 de 2006, en Colombia se abrió la puerta para que los fideicomisos pudieran ser sometidos al régimen de insolvencia en cualquiera de sus dos modalidades: reorganización empresarial o liquidación judicial.
Desde ese entonces, han pasado poco menos de 15 años y aunque su incorporación sigue siendo loable, el balance de su aplicación puede considerarse pobre en términos de solicitudes, admisión de las mismas y confirmación de acuerdos por parte del juez del concurso.
Ante la peor crisis sistémica que haya atravesado nuestra economía, vale reflexionar sobre algunos problemas jurídicos a los que podrían verse expuestos quienes vienen desplegando su actividad empresarial a través de esquemas fiduciarios y están pensando en acceder a los mecanismos de recuperación empresarial previstos tanto en el régimen ordinario, como en el excepcional, recientemente expedido en los Decretos 560 y 772 de 2020.
Para empezar, es aconsejable discernir aspectos tales como la naturaleza del fideicomiso, con miras a determinar si es de los que pueden llegar a ser considerados como deudores concursales, ya que pese a la claridad de la ley, el reglamento enrarece su aplicación, cuando, exempli gratia, entra a clasificar y definir en la CBJ de la Superfinanciera los negocios fiduciarios, y asimila únicamente a los de “administración” con los “empresariales”, dejando por fuera a los “inmobiliarios”, a aquellos a través de los cuales se “comercializan participaciones fiduciarias”, configurados típicamente para hacer empresa, así como a los que atienden a finalidades mixtas como de “garantía” y “administración”.
La misma complejidad reviste la definición de fideicomisos empresariales que ofrece el Decreto 1074 de 2015, que limita la actividad empresarial a la “administración y custodia” de bienes, desconociendo la elemental noción de empresa contenida en el artículo 25 del Código de Comercio, pretermitiendo aquellas relativas a la producción o transformación o circulación de bienes, o para la prestación de servicios.
No menos desafíos entraña la aplicación de figuras como la capitalización de pasivos de la que habla el artículo 4º del Decreto 560 de 2020, que pareciera ser propia de la insolvencia corporativa.
De igual forma, merece atención el debate en torno a la aplicación de la responsabilidad subsidiaria para controlantes y matrices del artículo 61 de la Ley 1116, ante la dificultad de dilucidar el alcance de la expresión “influencia dominante” y “control” en un ecosistema fiduciario.
Así mismo, resulta controversial la posible interpretación del parágrafo del artículo 3º de la norma precitada, según la cual, quienes realizan su empresa por medio del fideicomiso son los “respectivos deudores” de las obligaciones asumidas por este, lo que de entrada sugiere un conflicto con la reglamentación que, sin sustento en la ley en sentido formal, concibe a los patrimonios autónomos como únicos receptores de las obligaciones legales y contractuales asumidas a través de su vocera. Con ello, soporta además la posición mayoritaria de que aquellos, al igual que las sociedades de capital, son mecanismos de riesgo limitado.
Como puede verse, el acceso de los fideicomisos al régimen de insolvencia no está exento de discusiones de orden sustancial y procesal, que deberán superarse ponderando el estímulo al desarrollo empresarial y la preservación de la estabilidad y el orden económico como fines esenciales del Estado.
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