En los últimos meses se han dado muy importantes debates alrededor de la corrupción en Colombia. Se ha pedido el fortalecimiento de la Fiscalía y los entes de control, se han exigido pliegos únicos para la contratación estatal, se han dictado normas sobre requisitos y evaluaciones en las licitaciones y sobre la imposibilidad de que contratistas corruptos reciban dineros a la terminación de sus contratos por objeto o causa ilícita. Se ha dicho también que no pueden darse beneficios penales a los corruptos ni ellos pueden tener la casa por cárcel.
Todo lo anterior es válido y es muy posible que, de hacerse, en conjunto, resulte en un más efectivo control y una reducción de la corrupción en Colombia. Sin embargo, en los debates que se han dado en materia de corrupción brillan por su ausencia reflexiones sobre sus causas raíces y sobre la forma de acabar con toda una cultura de ilegalidad, tolerancia e indiferencia frente a la ilicitud que ha venido apoderándose del país. Es como si el gran objetivo nacional fuera el de combatir los síntomas, mas no las causas últimas de la enfermedad.
La corrupción es, en esencia, un problema de distorsión de cultura y de pérdida de valores y principios, y a la vez un problema de no entender los conceptos de respeto, solidaridad, servicio público. Por ello creo que mientras no se ataquen esas causas persistirá éste grave problema nacional, y continuaremos con ese ciclo frustrante en el que hemos vivido desde hace años: seguiremos tomando más y más “medidas contra la corrupción”, mientras esta, infortunadamente, buscará siempre otros caminos para encontrar la manera de superarlas y de perseverar y continuar arraigándose en la vida de nuestro país. Al fin y al cabo, la historia reciente del país así nos lo demuestra: hemos visto cómo, a lo largo de los últimos veinticinco años, luego de la reforma constitucional de 1991, se han expedido leyes, se han tomado medidas, se han fortalecido la rama judicial, la fiscalía y las entidades de control, todas las cuales hoy en día son más grandes y tienen más gente y más presupuesto que nunca antes; sin embargo, también hemos visto cómo, a pesar todas esas acciones, cada vez crece la corrupción, como si ese esfuerzo institucional hubiera sido en vano.
¿Cómo superar ese círculo vicioso? ¿Qué tenemos que hacer para lograr ese cambio de valores y principios a los que antes me referí? ¿Cómo lograr que la corrupción sea algo excepcional y no siga siendo un tema recurrente de todos los días? Creo, como muchos otros, que para absolver esos interrogantes el país necesita dos estrategias básicas de Estado que involucren y comprometan a la clase política y a la ciudadanía en general. Por una parte, necesitamos una campaña masiva, intensa y permanente de formación y reeducación de los colombianos de todos los niveles en materia de valores y principios de respeto y convivencia social; por otra, debemos asegurar que a la administración pública lleguen solamente personas preparadas, con un entendimiento pleno de lo que son el servicio y el interés públicos, y con la convicción de que ese servicio y ese interés son su única razón de ser.
Esos dos objetivos son perfectamente viables, y solo se requiere la voluntad política, el compromiso y la perseverancia para lograrlos.
De la misma manera que existen Planes Nacionales de Desarrollo cada cuatro años, bien podría existir un gran Plan de Desarrollo Cultural y Educativo que sea una real prioridad nacional y que contenga una política integral y de largo plazo de educación y cultura orientada a la construcción de un entorno ético y a la recuperación de los valores que necesita para sobrevivir, pues los principios y valores se pueden enseñar, si ello se hace de manera persistente, masiva e intensiva. Se requeriría un esfuerzo grande y, como dije, una política de Estado de largo plazo. En el corto plazo se podría pensar, además de un revisión de programas educativos, en la posibilidad de orientar la publicidad institucional que oímos en la radio y vemos en la televisión hacia el logro de esos mismos objetivos; y también se podrían hacer compromisos con los medios de comunicación para que estos conviertan en causa propia la promoción de los valores del respeto y de hacer lo correcto.
De la misma manera se deberían fortalecer enormemente los esquemas de capacitación especializados para toda la administración pública, sacándolos de ese estado prostrado en que se encuentran hoy y elevándolos de jerarquía y de nivel, convirtiéndolos en obligatorios para cualquier nivel del servicio público. La meta sería, en últimas, la formación profesional y la inculcación del sentido de servicio público real y efectivo para que este sea el norte – valga la repetición - de todos los servidores públicos del país. Concomitantemente con lo anterior el Estado debería revisar todos los requisitos que deben cumplir quienes aspiran a ser funcionarios públicos, inclusive los de elección popular, de tal manera que quienes lleguen a cargos de la administración estén preparados en las disciplinas que van a ejercer. Al fin y al cabo, la realidad nos ha demostrado que muchos de los casos que se presentan como corrupción, no son más que consecuencia del desgreño administrativo o de la simple ignorancia de las normas vigentes.
La lucha contra la corrupción no es fácil. Para triunfar se requiere un cambio de mentalidad y de cultura que solo puede ser promovido por el Estado. Requiere esfuerzos muy grandes y compromisos de corto, mediano y largo plazo. No basta con paliativos o con “medidas contra la corrupción”. Se necesitan políticas profundas y duraderas de restablecimiento de los valores y de mejoramiento de la administración pública.
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