Ante el comentario, mi respuesta fue: y usted como usuario ¿dónde comería? ¿en un local cuyo propietario paga impuestos, paga arriendo y demás obligaciones pero presta un servicio pésimo, que agrede al cliente (violencia del conductor al pasajero), que le sirve lo que el cocinero quiere y no lo que usted ordena (“para dónde va” es la frase típica del taxista), que al pagar le incrementa el valor que usted vio en la carta por querer tumbarlo (adulteración y ocultamiento del taxímetro), que le sirve un producto que le puede generar intoxicación (inseguridad en el vehículo), y que le cobra hasta el 300% del valor original de la carta sólo porque usted es extranjero (cobro ilegal de carreras a extranjeros?)
¿O usted preferiría comer en un puesto de comidas en el que, a pesar de que el dueño no paga los gastos que requiere el funcionamiento de un local comercial en regla, es amable y respetuoso con el cliente, respeta sus precios, maneja productos confiables y le sirve el plato tal como usted lo ordenó?
Replica que sólo tuvo como respuesta un: “son $23.600 y si quiere puede mirar la tabla”. Evidentemente, a la analogía propuesta por el taxista le faltaban varios ingredientes que cambian por completo la historia.
Uber, como muchas otras plataformas de conexión que hoy en día funcionan en otros campos, replanteó el sistema de movilidad tan decaído en Bogotá. Satisfizo la necesidad de muchas personas que, a cambio de un servicio confiable, respetuoso con el cliente y ajustado a las necesidades de este, cancelan un costo un poco más alto que el cobrado por un taxi convencional; cuestión que no causó ni una pizca de gracia a un gremio que, por lo anunciado por el Gobierno hace unos días, maneja la cartera de transporte a su antojo.
Me refiero a la iniciativa del Ministerio de Transporte y su respectiva Superintendencia, consistente en impedir el acceso a la aplicación, por cuanto la misma, en apariencia, no se ajusta a legislación vigente. De permitirse lo anterior, estarían sucediendo, entre otras, dos situaciones: se estaría coartando el derecho que tenemos a la libre navegabilidad en la red y, lo más inquietante, se estaría enviando el mensaje a las estructuras poderosas del país que, vía decisión judicial o administrativa, se puede limitar la libre competencia de nuevos negocios disruptivos.
En otras palabras, el día de mañana Caracol y RCN podrían impedir el acceso a Netflix, los grandes hoteles impedir el acceso a Airbnb y, nuevamente, el gremio transportador impedir el uso de la aplicación francesa Blablacar.
Lo peor de este malestar, es la hipocresía legislativa del Gobierno. No he escuchado una sola voz estatal de rechazo que promueva la creación de medidas legislativas que sancionen la adulteración de taxímetros y que regulen la inseguridad y la indisponibilidad de un servicio por cuenta de la voluntad del conductor, aún cuando el mismo es público.
Uldarico, ¿el problema es Uber o la forma de prestar el servicio por parte de su gremio?
Sólo restará esperar el pronunciamiento de la antes honorable Corte Constitucional y del Consejo de Estado, ante dicha decisión.
Uber, como muchas otras plataformas de conexión que hoy en día funcionan en otros campos, replanteó el sistema de movilidad tan decaído en Bogotá.
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