Las virtudes que se predican de una economía de mercado en gran parte se reducen a que los consumidores cuenten con la información suficiente para que puedan elegir la oferta que mejor se acomode a sus necesidades. La protección a la competencia desde la perspectiva del consumidor fue tardía, pero hoy puede decirse que es la principal preocupación de los reguladores y de las autoridades que ejercen la vigilancia del mercado.
Las legislaciones de los últimos años han apuntado a privilegiar la transparencia, obligando a los proveedores a que suministren toda la información relacionada con su producto o su servicio. Hay información que parece sensata de entregar: aquella que señala que un producto es venenoso o corrosivo, y que amerita por ello especiales cuidados. En estos casos, la advertencia va acompañada de instrucciones de uso, generalmente muy gráficas. Sin embargo, que haya más información no necesariamente se traduce en que el consumidor tenga mejores elementos de juicio para una decisión de consumo informada. Todos hemos tirado la toalla ante la misión imposible de tratar de comprender, no simplemente leer, de comprender una etiqueta en el apartado de información nutricional de tal forma que sea posible extraer una conclusión respecto de los efectos de un alimento, un medicamento o cualquier otro producto en el organismo del consumidor o su familia. Esta debilidad en el mercado no necesariamente se verá subsanada por la recién aprobada ley que permite el “etiquetado frontal de advertencia”, ya que, como casi siempre, el diablo está en los detalles. Todo queda en la reglamentación que expida el Gobierno.
Según el proyecto de ley aprobado (hasta este momento la ley no ha sido promulgada), será el Ministerio de Salud, quien expida los decretos que definan los parámetros técnicos del etiquetado. Esto es, corresponde a esta entidad establecer los umbrales a partir de los cuales un alimento debe portar el etiquetado frontal que incorpore un sello de advertencia por tener mucho de algo; así mismo, deberá determinar la forma, el contenido, la figura, la proporción, el color, etc, pero sobre todo, tendrá que garantizar que la información sea comprensible para los consumidores. Si la reglamentación que se expida omite cumplir este característica, no habrá ningún avance. Incluso podría generarse un efecto contrario, ya que una etiqueta incompresible muy probablemente originará un rechazo instintivo y natural por parte de los consumidores, quienes al no comprender, se dejarán guiar por una señal de advertencia en un alimento que por si fuera poco, es para el consumo de sus hijos.
El reto real apenas comienza. En nada ayuda al consumidor y al mercado un etiquetado incomprensible. No se trata de fijar un sello de advertencia en un producto que tenga mucho de algo. Esta sola circunstancia no debiera ser motivo para dejar de adquirir un producto que tiene un registro sanitario. Será necesario trabajar en desarrollar una metodología que permita informar, claramente, en qué circunstancias la ingesta del producto puede ser dañina para la salud, o a qué personas podría afectar. Ojalá el Ministerio privilegie al consumidor y le entregue información comprensible.
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