La corrupción es el problema que más preocupa a los colombianos y nos produce mayor indignación. Las cifras son alarmantes: según el Contralor Carlos Felipe Córdoba, el costo de la corrupción equivale al 17% del Presupuesto General de la Nación , es decir, $50 billones en 2020, suma que dobla los 23,4 billones que pretendía recaudar la reforma tributaria. Y eso es sólo el registro oficial del que se tiene noticia.
Los escándalos de corrupción parecen no tener fin, abundan los diagnósticos, pero todos los esfuerzos para combatir la corrupción – entre los que se cuenta la expedición del Estatuto Anticorrupción (Ley 1474 de 2011), - hasta ahora han sido estériles.
Esa falta de resultados y los protuberantes hechos de corrupción en todas las ramas del poder público ocasionan otro gravísimo problema , que es el desprestigio y la pérdida de credibilidad en las instituciones. Preocupan especialmente, escándalos como el Cartel de la Toga y el del Fiscal Anticorrupción, que degradan la majestad de la justicia hasta el punto de que muchos ven, en los últimos años, un antifaz en vez de la venda y un serrucho en vez de la espada con las que suele representarse la justicia. Ello a costa y a pesar de los innumerables jueces y magistrados valerosos y honrados que hay en Colombia.
La complacencia es extensiva a los particulares. Comprar mercancías de contrabando, colarse en la fila o encontrar atajos para brincarse la ley son comportamientos cotidianos y ni siquiera merecen repudio y reproche social.
Como se ha visto, los individuos y organizaciones que se lucran con la corrupción son audaces, imaginativos e ingeniosos y casi siempre les llevan la delantera a las autoridades. Así que la lista de tareas es extensa. Se necesitan agencias de lucha contra la corrupción a la altura de los retos. Igualmente es fundamental romper la cadena de complicidades, dádivas y contraprestaciones que envilecen la política, así como la relación del Estado con los particulares, lograr las tantas veces frustradas reformas a la justicia y a los entes de control e involucrar mucho más a la ciudadanía en veedurías y otras formas de control del ejercicio del poder.
Todos tenemos grandes responsabilidades en aras de cambiar el curso de las cosas y de generar una cultura de la ética en las organizaciones y empresas, adoptar y promover programas de cumplimiento y respeto por la ley para que se vuelva común asumir posiciones categóricas ante situaciones que así lo exigen.
No es con el incremento de penas ni con la expedición de nuevas normas y regulaciones, como se pueden lograr resultados. Bien lo expresó Cornelio Tácito, famoso político romano, “cuanto más corrupto es el Estado, más numerosas son sus leyes”. Se requieren sistemas de inteligencia sofisticados para entender, detectar y contrarrestar las estrategias y acciones de las organizaciones criminales y potentes herramientas tecnológicas para prevenir y combatir la corrupción, pero, hasta ahora ningún gobierno, ha logrado diseñar una política de Estado destinada a enfrentar el mal y todos han sido complacientes para que perseveren e incluso se fortalezcan malas prácticas que facilitan la tarea de los corruptos.
Salir de esa encrucijada exige, ante todo, voluntad política, compromiso y audacia para lograr resultados. Históricamente las principales fuentes de corrupción en el sector oficial y en el privado (casi todos los ilícitos resultan de su interacción) están en educación, salud, infraestructura y en las Fuerzas Militares y de Policía. Lograr victorias significativas en esos sectores sería un buen comienzo, pero se necesitan, ante todo, líderes dispuestos a conseguirlas.
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