La idea de hacer una asamblea constituyente es inconveniente desde muchos puntos de vista. Para empezar, tenemos una Constitución que todavía es joven y que precisamente fue resultado de una asamblea constituyente que convocó a las principales fuerzas sociales y políticas del país en ese momento, incluyendo al recién desmovilizado M-19. La Constitución de 1991 es moderna, pluralista, generosa en el reconocimiento de derechos y trajo a la vida a varias instituciones muy importantes como la acción de tutela, la Corte Constitucional, la moción de censura y los mecanismos de participación.
En ese sentido, antes de pensar en convocar una nueva asamblea, lo que realmente hace falta es ponernos de acuerdo como sociedad para aplicar con mayor profundidad los mandatos de la Carta vigente. Además, es inconveniente abrir esa puerta en estos momentos de álgida polarización, pues el ejercicio puede resultar en un juego impredecible que pone en riesgo la estabilidad del país e, incluso, los pilares de la democrática.
Descartado el camino de la asamblea constituyente, lo que, a mi juicio, sí resultaría necesario y prioritario es trabajar en un pacto social, esto es, un compromiso que involucre a toda la sociedad desde la base respecto de aquellos elementos que son definitivos y fundamentales para consolidar una senda de crecimiento, convivencia y equidad para los próximos 20 años.
La razón para ello es clara: aparte de que la sociedad mantiene muchas razones de insatisfacción, en el futuro cercano se tornará inevitable la implementación de ajustes profundos que implicarán esfuerzos inmensos para muchos sectores de la población, lo que incluye la necesidad de renunciar a privilegios o prebendas, en beneficio de otros. Solo dos ejemplos que explican esa necesidad: la reforma pensional y la urgencia de reducir la brecha social y generar condiciones equitativas.
Y la razón por la que ese tipo de cambios requieren un nuevo pacto social y no pueden simplemente tramitarse por las vías ordinarias del Congreso de la República, está en el desgaste general de las instituciones. La sociedad no confía en la justicia, ni en la administración pública; tampoco en el Congreso, ni en los organismos de control. Cuando este tipo de desconfianza se generaliza, la reacción típica es el individualismo. Las personas ven reducido su interés en el destino colectivo y se concentran en proteger exclusivamente su ámbito personal y familiar. Cada quien echa para su lado, se aferra a lo suyo y se muestra mucho menos abierto en ceder o conceder a terceros.
En medio de ese halo de pugnacidad, polarización e individualismo difícilmente podría hacerse un diálogo nacional sobre le necesidad de modificar nuestros hábitos de consumo para tener una relación más sostenible con el medio ambiente, cerrar filas en la lucha contra la corrupción, eliminar definitivamente los cultivos de droga, reestructurar el régimen tributario, reformar el sistema de justicia para hacerlo más equitativo y eficiente, y eliminar los subsidios a la clase alta y media, incluyendo los regímenes pensiónales especiales.
Para lograr estos objetivos no se requiere modificar la Constitución. Lo que si se requiere es convocar a todas las fuerzas sociales del país bajo el liderazgo del Gobierno, que empiece por desactivar la prevención nacional entre unos y otros y que termine en acuerdos concretos con una agenda clara de implementación, independientemente de quién esté en el gobierno de turno.
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