El artículo 333 de la Constitución Política de Colombia establece que la libre competencia es un derecho de todos, que supone responsabilidades. Aunque ya nos lo hemos preguntado antes, vale la pena volver a escudriñar sobre: ¿qué le significa en la práctica a los colombianos que su ley máxima establezca a la competencia como un derecho?
Elevar la competencia al rango constitucional es por sí solo un lance audaz del constituyente de 1991 (pues la mayoría de los países se limitan a darle un tratamiento legal), y ni se diga de darle la categoría de derecho y atribuir dicho derecho a “todos”, lo que representa una aproximación atípica que, en mi entender, no tiene antecedentes en el ámbito constitucional comparado.
Sin embargo, muchos de los efectos que se derivan del hecho de haberle asignado a la libre competencia la categoría de derecho constitucional, aún se mantienen en el plano puramente teórico y, por ello, bien vale pena intentar abordar los efectos prácticos que debería conllevar tal estatus preferente. A continuación algunas ideas:
En primera medida, al decir “todos” entendemos que la Carta convierte en beneficiarios del derecho de la competencia a todos los actores sociales que tienen interacción con los mercados, esto es, a los ciudadanos, individual o colectivamente considerados, a las empresas y a las organizaciones sociales, entre otros.
A su vez, la competencia traspasa el terreno del derecho público económico que faculta a los gobiernos para intervenir la economía y se introduce en el ámbito privado para ofrecer beneficios concretos a los ciudadanos, entre los que se encuentra la posibilidad de presentar denuncias ante las autoridades.
El hecho de que todos los ciudadanos tengan un derecho constitucional a la competencia significa que la potestad del denunciante no se debe limitar a dar noticia de la posible infracción, sino que comprende el derecho a exigir del Estado que se investigue su denuncia y se resuelva de fondo mediante acto motivado, salvo ciertas circunstancias objetivas establecidas legalmente.
El rango constitucional de la competencia , y el principio de interpretación armónica de todos los preceptos contenidos en la Carta, trae como consecuencia que la promoción y protección de la competencia no debe constituir simplemente una potestad estatal, sino un deber que implica responsabilidades. En ese sentido, los servidores públicos podrían incurrir en incumplimiento de sus funciones cuando actúan pasivamente o se apartan de los lineamientos de la competencia, sin una justificación constitucionalmente válida.
Uno de los efectos más claros y directos que debería conllevar la naturaleza de derecho de la competencia y su nivel constitucional es la posibilidad real y efectiva de que las víctimas de las prácticas contrarias a la misma, acudan ante los jueces para obtener la reparación de los daños ocasionados, vía indemnización de perjuicios. Si bien existe una ley general para el trámite de acciones de grupo (ley 472 de 1998), la ausencia de un régimen específico para la reclamación de perjuicios en materia de competencia, es la razón principal por la que hasta ahora ninguno de los ciudadanos afectados por los carteles de precios y las demás prácticas anticompetitivas haya recibido reparación alguna, ni siquiera en los casos en los casos en que existe una decisión en firme de la autoridad dando por probada la conducta.
Finalmente, el hecho de mirar la competencia como un derecho de todos implica que ella no se limita a las víctimas de las prácticas contrarias a la competencia, sino que cubre también a los demás ciudadanos, quienes mantienen un interés general para preservar el orden económico.
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