No es un secreto que uno de los mayores objetivos del actual gobierno es reformar casi todos los sectores de la economía colombiana. De hecho, el autodenominado “Gobierno del Cambio” inició esta tarea tan pronto se posesionó el presidente en agosto de 2022.
El sector de petróleo y gas fue el primero en verse afectado, primero con la decisión del gobierno de suspender la adjudicación de nuevos contratos de exploración y producción de hidrocarburos, y luego mediante la reforma tributaria, la cual incrementó significativamente las cargas aplicables a las empresas del sector. Posteriormente han sido presentadas al congreso reformas que buscan transformar radicalmente el sistema de salud, el sistema pensional, el sector minero, y las normas laborales. El sector energético también ha sido blanco de las reformas gubernamentales, por ejemplo, con la expedición del decreto mediante el cual el gobierno intentó asumir las funciones de la Comisión de Regulación de Energía y Gas, el cual habría desmontado el marco regulatorio existente desde hace años para la determinación de las tarifas de energía. Y el sector agrario tampoco se ha quedado atrás, al ser objeto de la pretendida “expropiación exprés” que le habría permitido al gobierno adquirir tierras de manera forzosa sin cumplir con los requisitos legales para la expropiación directa.
En caso de entrar en vigencia, estas reformas inevitablemente impactarían a diversos actores económicos, muchos de los cuales podrían ser inversionistas extranjeros cobijados por tratados de inversión que Colombia se ha comprometido a cumplir. Estos tratados ofrecen a los inversionistas extranjeros una serie de protecciones sustantivas como la protección contra la expropiación o la garantía de trato justo y equitativo, y les otorgan a los inversionistas el derecho a interponer demandas ante tribunales arbitrales internacionales para hacer valer esas protecciones. A raíz de esto surge un importante riesgo para el Estado colombiano: las reformas que el gobierno pretende realizar son de tal envergadura, que podrían afectar de un tajo a gran parte de los inversionistas extranjeros pertenecientes a los sectores reformados, generando así la posibilidad de una oleada de demandas arbitrales contra el Estado.
Varios países han tenido que afrontar oleadas de demandas tras haber adelantado reformas regulatorias. Un caso ejemplar es el de Argentina, la cual implementó diversas reformas durante la crisis económica que afrontó entre 1998 y 2002, incluyendo en el sector de transporte y distribución de gas. Antes de la crisis, Argentina contaba con un marco regulatorio según el cual las tarifas para el transporte y la distribución de gas eran calculadas en dólares estadounidenses y eran ajustadas cada seis meses de acuerdo con el índice de precios al productor de EE.UU (o “IPP”). En respuesta a la crisis, el gobierno modificó este marco regulatorio, redenominando las tarifas en pesos argentinos y eliminando el requisito de ajustar tarifas de acuerdo con el IPP. Múltiples inversionistas extranjeros con participaciones en compañías de transporte y distribución de gas se vieron afectados por esta reforma, y al menos ocho de ellos interpusieron demandas bajo tratados de inversión. Aunque algunas de estas demandas fueron descontinuadas o transadas, la gran mayoría fueron decididas a favor de los inversionistas. En consecuencia, Argentina fue condenada a pagar casi 1.000 millones de dólares.
Por otro lado, España ha tenido que lidiar con una oleada de demandas aún más severa en virtud de ciertos cambios regulatorios en el sector de la energía renovable. Comenzando en 1997, España expidió un marco regulatorio mediante el cual ofreció incentivos a productores de energía renovable, incluyendo un esquema de tarifas de alimentación (es decir, tarifas superiores a las del mercado), con el propósito de fomentar las inversiones en ese sector. Este marco regulatorio fue exitoso: las inversiones en energía renovable aumentaron, incluyendo muchas realizadas por inversionistas extranjeros. Sin embargo, con los años España tuvo que enfrentar un alto déficit tarifario, por lo cual en 2009 comenzó a reformar el marco regulatorio, culminando con la eliminación de los incentivos anteriormente mencionados. Este revolcón al marco regulatorio dio lugar a una verdadera avalancha de demandas bajo tratados de inversión: aproximadamente 50 demandas han sido interpuestas desde 2011 por inversionistas extranjeros en proyectos fotovoltaicos, eólicos y termosolares. En la gran mayoría de las demandas que han sido resueltas (aproximadamente 30), los inversionistas han salido victoriosos, y el Estado español ha sido condenado a pagar más de 1.000 millones de dólares. Más de 15 demandas todavía están por resolver.
Los anteriores ejemplos sugieren que el riesgo de una oleada de demandas bajo tratados de inversión se puede materializar como resultado de reformas regulatorias de gran envergadura. En el caso de Colombia, el riesgo es aún mayor en virtud de la ambición reformista del actual gobierno, el cual pretende reformar casi todos los sectores de la economía. Una tal oleada de demandas podría salir extremadamente costosa para el Estado, no sólo por los honorarios que tendría que pagarles a firmas de abogados de primer nivel para defenderse, sino por la posibilidad de ser condenado a pagar una millonada en caso de perder dichas demandas.
No hay duda de que adelantar reformas regulatorias estructurales puede llegar a ser beneficioso para un país. Pero aunque ese fuera el caso, hay que actuar con cautela, asegurándose de que los derechos de los inversionistas extranjeros bajo tratados de inversión sean respetados. Dichos derechos son compromisos de Estado que el gobierno de turno no puede darse el lujo de ignorar. Desconocerlos sería una violación de las obligaciones internacionales que Colombia ha adquirido, y abriría la puerta a una posible oleada de demandas.
¿Quiere publicar su edicto en línea?
Contáctenos vía WhatsApp