Como profesor universitario, he tenido la oportunidad de ofertar cursos de teoría jurídica, filosofía del derecho y ética pública a estudiantes de primeros semestres de Derecho.
No obstante, cada vez que dicto estas asignaturas, me surgen dos preguntas: en una sociedad que prioriza cada vez más los saberes instrumentales, ¿qué importancia tiene la formación iusfilósofica en los perfiles profesionales de los futuros abogados? Además, ¿de qué manera se puede persuadir a los estudiantes de la relevancia de este tipo de asignaturas, sobre todo en un contexto universitario cada vez más mediatizado por el uso de la inteligencia artificial generativa?
Tentativamente, he llegado a dos conclusiones: por un lado, hay una necesidad existencial por parte del docente de reinventarse constantemente, con el fin de que sus enseñanzas estén a la altura de sus circunstancias; y, por otro lado, cualquier batalla contra Chat GPT u otra IA generativa o bot conversacional es, ante todo, una batalla perdida. Personalmente, considero invaluables las enseñanzas de “clásicos modernos” del derecho como Kelsen y Fuller, Hart y Dworkin, Rawls y Habermas, Alexy y Kennedy, Sandel y Raz, MacKinnon y Crenshaw, Nussbaum y Lafont, entre muchos otros.
No obstante, siento como propio el fracaso cuando mis estudiantes no se sienten interpelados por sus ideas y contribuciones. Al contrario, suelen confesarme que se siente aturdidos por lo herméticas e imprácticas que les suelen parecer dichas enseñanzas. En ese sentido, para poder sublimar mi propia culpa, he tenido que dialogar con un campo disciplinario que, ajeno a mi formación universitaria, es ahora mi aliado incondicional: la pedagogía.
En primer lugar, me he dado cuenta de una verdad perogrullesca: la necesidad de adaptar los contenidos, tanto teoréticos como iusfilosóficos, de mis clases a los contextos vivenciales de estudiantes, quienes cada vez egresan más jóvenes de sus bachilleratos y cuya cosmovisión de vida es marcadamente diferente a la mía. Sin lugar a dudas, un aliado clave para deconstruir mi propio sesgo docente ha sido el psicopedagogo ruso, Lev Vygotsky (1978), y su noción de zona de desarrollo próximo.
Este concepto me ha permitido comprender que el aprendizaje significativo surge cuando logro situar a los estudiantes en un espacio de construcción conjunta del conocimiento, donde sus experiencias previas se articulan con los nuevos saberes a través de un andamiaje adecuado, enriquecido por experiencias socioculturales y lingüísticas que estimulan sus procesos psicológicos superiores (PPS). Sin lugar a dudas, la creación de ambientes de aprendizaje me ha permitido romper con la solemnidad pétrea de la lección inaugural y adoptar secuencias didácticas alternativas, como el aprendizaje basado en problemas, la gamificación y la simulación a partir de casos concretos y precedentes judiciales.
En segundo lugar, esta noción de aprendizaje significativo ha sido clave para reconocer el carácter poiético y artesanal de todo proceso de enseñanza. Mi segundo aliado, David Ausubel (1968), concibe el aprendizaje significativo como un proceso en el cual los nuevos conocimientos se relacionan de manera sustancial con las estructuras cognitivas previas del estudiante –o haber previo, como podría interpretarse desde la perspectiva del filósofo alemán Martin Heidegger–.
Esta perspectiva me ha permitido valorar la enseñanza como una labor creativa, donde cada clase se convierte en un espacio para tejer conexiones, diseñar experiencias y moldear ideas, siempre considerando las particularidades de cada grupo.
En este sentido, la educación deja de ser un simple acto de transmisión de información para transformarse en una práctica dinámica, reflexiva y profundamente intersubjetiva. Por su parte, su discípulo, Dee Fink (2019), agrega que el aprendizaje significativo no solo implica la adquisición de conocimientos, sino también el desarrollo de habilidades, la integración de valores y la capacidad de aplicar lo aprendido en contextos diversos; así, el proceso educativo se convierte en una experiencia transformadora que impacta tanto el ámbito intelectual como el personal y profesional de los estudiantes.
En tercer lugar, podría objetarse que dichos enfoques pedagógicos resultan relativamente anacrónicos, dada la fecha de sus publicaciones. No obstante, considero favorable su vigencia a partir de un imperativo formativo que la enseñanza universitaria hereda de la Ilustración europea: el pensamiento crítico. De acuerdo con Richard Paul y Linda Elder (2003), el pensamiento crítico se define como ese modo de pensar –sobre cualquier tema, contenido o problema– en el cual el pensante mejora la calidad de su pensamiento al apoderarse de las estructuras inherentes del acto de pensar y al someterlas a estándares intelectuales. Esta definición resulta particularmente pertinente frente a los retos que plantea la enseñanza de la teoría jurídica y la filosofía del derecho en los pregrados de Derecho, donde los estudiantes deben enfrentarse no solo a la comprensión de conceptos abstractos y sistemas normativos complejos, sino también al análisis crítico de los fundamentos éticos, políticos y sociales que subyacen a las estructuras normativas y las instituciones legales.
En este contexto, fomentar el pensamiento crítico implica guiar a los estudiantes para que cuestionen las premisas jurídicas, evalúen los argumentos desde diversas perspectivas y construyan razonamientos sólidos, lo cual no solo enriquece su formación académica, sino que también los prepara para enfrentar con rigor y ética los desafíos de la práctica jurídica en un contexto global cada vez más convulsionado y conflictivo.
En este orden de ideas, la IA generativa se vuelve un instrumento más, entre otros posibles, para fomentar el pensamiento crítico en ambientes de aprendizaje conceptualmente enriquecidos, como lo son las clases que imparten contenidos iusfilosóficos. Pero, la crisis motivacional estudiantil con la que muchos colegas solemos diagnosticar el espíritu universitario contemporáneo requiere una lectura menos fatalista y más pragmática: todo proceso de enseñanza jurídica y iusfilosófica debe reconocer el contexto del proceso formativo si quiere traducirse en aprendizaje significativo.
En última instancia, el reto no es simplemente transmitir conocimiento teórico, sino cultivar en los futuros abogados una sensibilidad ética y una mirada crítica que les permita interactuar de manera responsable y transformadora con los sistemas jurídicos y sociales en los que operan. La clave radica en abrazar la pedagogía como un proceso dinámico y colaborativo, en el cual tanto el docente como el estudiante participan activamente en la construcción de una educación jurídica más humanista, relacional, relevante y comprometida con los ideales regulativos de la justicia y la verdad.
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