La recién expedida Ley 2024 de 2020, denominada Ley de Plazos Justos (LPJ), plantea un interesante debate sobre el papel del estado en la economía. Particularmente, en un país cuyo paradigma constitucional se erige sobre la base del libre mercado inserto en un contexto función social de la propiedad.
Aunque resulta sin duda loable el interés de proteger con especial firmeza los intereses de quienes de otra manera se verían avocados a someterse a la voluntad de los más “grandes”, la intervención del estado para garantizar dicha protección debe ser estratégica y milimétricamente dirigida pues, de no ser así, en vez de estimular el crecimiento y la equidad, podría terminar desestimulando el tráfico mercantil y la iniciativa privada.
La LPJ merece un análisis en ese sentido. Su objeto, contenido en el Artículo 1, es “desarrollar el principio de buena fe contractual, mediante la adopción de (…) medidas que protejan a las personas (…) sometidas a condiciones contractuales gravosas en relación con los (…) plazos de pago (…) de sus operaciones comerciales (…)”. Pareciera un gran avance.
El Artículo inmediatamente siguiente indica que la ley “será de aplicación a todos los pagos causados como contraprestación en los actos mercantiles (…)” salvo ciertas excepciones. El avance se convierte en una gran paradoja: el derecho mercantil, erigido sobre la base de la autonomía privada de la voluntad como pilar indiscutible, se enfrenta a que el estado califique el plazo de las obligaciones como “injusto” y a que, además, lo castigue con la ineficacia (la sanción más gravosa del ordenamiento).
Para ilustrar la paradoja, vale la pena analizar una operación de compraventa de acciones a la luz de esa LPJ. No hay duda de que la adquisición de este tipo de bienes es un acto mercantil, por lo que, en principio, la operación estaría sometida a la norma. Superado ese análisis, debe revisarse si dicha operación de adquisición está cubierta bajo alguna de las excepciones. No se trata de una operación de consumo ni de una obligación sometida a insolvencia, por lo que las excepciones de los numerales uno y tres no le son aplicables.
Tampoco se trata de un negocio de mutuo, relacionado con intereses, cheques, pagarés, letras de cambio o pagos de indemnizaciones, por lo que gran parte de las excepciones del numeral dos, tampoco le son aplicables. Restaría únicamente evaluar si la excepción de “contratos donde los plazos diferidos sean propios de la esencia” le es aplicable.
Al respecto, el Artículo 1502 del Código Civil establece que: “se distinguen en cada contrato las cosas que son de su esencia, las que son de su naturaleza, y las puramente accidentales. Son de la esencia de un contrato aquellas cosas, sin las cuales, o no produce efecto alguno, o degeneran en otro contrato diferente (…).” Valdría la pena preguntarse si un plazo de pago superior a 60 días en un contrato de compraventa le resta la efectividad al acto o lo afecta de forma tal que lo convierte en otro de naturaleza distinta.
Parece no admitir mayor debate. El plazo de pago del precio en una adquisición de una compañía es un elemento accidental por definición, por lo que el acto jurídico estaría sometido a la norma comentada. En efecto, se trata del pago por una obligación contractual derivada de un acto de comercio no exceptuado.
La consecuencia, por absurda que parezca, podría ser que, a partir de la expedición de la LPJ, las transacciones de M&A no podrán estructurarse con plazos de pago superiores a 60 días. Un verdadero despropósito. Ejemplo de cómo, una noble intención, con una pobre técnica legislativa, puede terminar teniendo efectos catastróficos. Como en muchas otras oportunidades, serán los jueces los llamados a enderezar el camino.
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