En los últimos días, hemos visto duros ataques a la profesión de abogado por diversas razones, si bien es cierto que no son nuevos, exigen que nos pronunciemos sobre los mismos, no va y sea que, por la fuerza de la repetición, esos argumentos terminen convirtiéndose en reales formas de perjudicar el ejercicio profesional.
El primero consiste en que hay personas que aún creen que no todo ciudadano tiene derecho a un abogado, o mejor que un abogado debe rechazar ciertas defensas por el talante del cliente, es decir que un hombre acusado de violador, de acosador, de corrupción, de testaferro solo podría acceder a una defensa oficiosa o por parte del estado. Tamaña equivocación y lo peor es que esto se lo leí a varios “profesionales del derecho”.
Un abogado estudia para vivir de la profesión, para ejercerla, ojalá con alegría y devoción, respetando leyes jurídicas y éticas, y eso incluye defender a quien lo requiera sin más filtros que los que se puede imponer el litigante a sí mismo.
Si alguna persona con tarjeta profesional decide defender a quien para la sociedad no merece tal derecho, jamás puede ser atacado por esa decisión, eso equivaldría a que el dentista, el médico, el arquitecto, el profesor o el que le vende ropa esa persona tampoco podrían hacerlo, lo cual es un despropósito incalculable.
En otras palabras, hay abogados que se creen de mejor categoría que otros, pero la pregunta es: ¿es menos un abogado que representa a las empresas y no a los trabajadores? ¿Es menos el que lleva adelante un desalojo y no defiende al inquilino? ¿El que representa al almacén y no al consumidor? ¿El que representa a las mineras y no a las comunidades indígenas? Por supuesto que no, el ejercicio de la profesión de manera digna, dedicada, con pasión y dentro de las normas, tiene el mismo valor y merece el mismo respeto.
El segundo punto es el secreto profesional. Muchos periodistas brincan con razón cuando alguien quiere conocer sus fuentes, pues los abogados tenemos el mismo derecho frente a quienes son nuestros clientes, hay unos notorios por que sus casos son mediáticos, pero muchos otros quieren y merecen el anonimato. Una persona goza de su presunción de inocencia hasta no ser vencido en juicio, la reserva de identidad del cliente, de confidencialidad, de los contratos, son tesoros que marcan la diferencia entre un buen abogado y uno que pasa por encima de quienes confiaron sus secretos en él.
Por último, los honorarios profesionales. La ley disciplinaria del abogado establece que los honorarios deben ser fijados en sede de la autonomía de voluntades, con algunas mínimas reglas como que la participación porcentual del abogado jamás sea superior a la del cliente o que el litigante no se aproveche de la necesidad o inexperiencia del cliente.
En penal especialmente el cobro es difícil, rara vez se puede cobrar porcentajes salvo que la persona sea representante de víctimas. Si una persona quiere un bodegón lo puede encontrar desde un precio muy cómodo hasta un Botero que vale millones de dólares, sin que necesariamente podamos decir que en calidad el Botero sea mejor que el más barato, el nombre, la experiencia, la reputación, los resultados, el nivel de estudios sirven para tasar los honorarios, si el cliente acepta pagarlos de manera informada, consensuada y clara nadie puede ponerle límite a los mismos. No obstante, cabe recordar que las defensas pro bono no se quedan por fuera del oficio.
La profesión está en constante peligro y amenaza, la única salida para protegerla es protegernos, no se les olvide que cuando fundamos el Colegio de Abogados Penalistas de Colombia la consigna fue “O nos unimos o nos jodemos”, y ésta sigue vigente para el penal y para todos los demás.
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