Es innegable que la llegada del Internet ha significado un salto inimaginable en el desarrollo de la humanidad. Las redes sociales han servido para conectar a las personas entre sí y para permitirles el acceso a una gran cantidad de información, que de otra manera no habrían conocido. Las plataformas tecnológicas no solo prestan servicios de entretenimiento, sino que son herramientas esenciales para muchos trabajadores.
A pesar de todo ello, existe una preocupación enorme por los riesgos que el uso de redes sociales conlleva para las personas, para la economía y para las democracias.
Aparentemente el acceso a las redes es gratuito, pero la realidad es otra. Los anunciantes financian el sistema a cambio de la atención de los usuarios. Las plataformas compiten por la atención de todos los cibernautas y usan poderosos algoritmos para perfeccionar la información que se ofrece a cada quien, según sus gustos y sus intereses. Como dicen en el documental de Netflix ‘El Dilema de las Redes Sociales’: “nosotros no pagamos por el producto, porque somos el producto”.
Las aplicaciones saben todo de sus usuarios: conocen su personalidad y saben leer su estatus actual, si están felices, deprimidos o tristes. Detrás de las redes hay una máquina casi perfecta de predicción del comportamiento, que les ayuda a monetizar grandes cantidades de dinero.
En realidad el problema no es tanto que las plataformas tengan la habilidad predictiva más poderosa jamás inventada, sino que, además, hayan conseguido el poder de modificar gradualmente el comportamiento de sus usuarios, a través de entregas sutiles de información y sugerencias.
Stan Harris, ex directivo de Google, encargado del área de “diseño ético” cuenta en el documental que un día propuso ideas concretas e interesantes para cambiar el diseño de la plataforma Gmail y hacerla menos adictiva. Inicialmente hubo gran receptividad, pero luego nada cambió. Y ahí está el segundo problema: que, aparte de la aguda capacidad de invadir nuestras vidas y transformar el comportamiento de más de 2 billones de personas, las redes son altamente adictivas.
Las personas que conscientemente quieren reducir su tiempo en pantalla, normalmente no lo logran, lo cual afecta especialmente a los niños y adolescentes. Muchos padecen serios trastornos de ansiedad y depresión y, según estudios realizados se observa en ellos una menor capacidad o interés de enfrentar los riesgos de la vida, escudados detrás de sus smartphones.
Algunos comparan el efecto de las redes con las máquinas tragamonedas de los casinos o con los actos de magia. La mente se deja llevar por la ilusión que te hace creer que al final del scroll vas a encontrar algo mejor que lo que acabas de ver, lo que fuerza a tu dedo a seguir bajando de manera indefinida, mientras el algoritmo sigue llenando tu feed con más posts perfectamente seleccionados para sacarle provecho a tus gustos y tus vulnerabilidades.
Como dice el filosofo Byun-Chul Han, nos convertimos en esclavos del like, lo que es precisamente el comienzo de la radicalización en la polarización de la sociedad que hoy vivimos.
Cada vez que un internauta sube algo y recibe miles de likes, se ve adictamente forzado a subir un nuevo post más agudo que el anterior, pero en la misma línea que cautivó en un principio a una audiencia. Así, todo se convierte en una espiral en que cada quien le habla a un grupo de seguidores y no se puede salir del juego, sino que debe aumentar los vatios de sus comentarios.
Así se van creando burbujas de conversaciones y, por ello, como dicen en ‘El Dilema de las Redes Sociales’, “las plataformas han aprendido a darle a cada usuario la información que ellos quieren oír, como si fuera un Truman Show para cada uno de los 2 billones de usuarios, o como si Wikipedia hiciera una definición Ad Hoc para cada uno de nosotros”.
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