Es indiscutible que las normas civiles y comerciales necesitan una reforma estructural. Sin embargo, en este momento son otras las prioridades legislativas del país (y es entendible). Desde la -por fortuna- fallida propuesta de unificación del Código Civil y el Código de Comercio de la U. Nacional, que tanto eco tuvo durante los primeros meses de la pandemia, no han vuelto a correr vientos de reforma.
Ante las casi ficticias posibilidades de una modernización sustancial del derecho privado en el mediano plazo, es tarea de la jurisprudencia perseguir una evolución de las instituciones jurídicas para adaptarlas a las exigencias actuales o, inclusive, propender por la incorporación de nuevas figuras al ordenamiento (claro, respetando las formas y límites judiciales).
Esta no ha sido una labor extraña para los jueces. En materia civil, por ejemplo, basta revisar la jurisprudencia para evidenciar cómo la C.S.J. incorporó la teoría de la imprevisión varios años antes de su consagración positiva; o la tan debatible clasificación de las obligaciones de medio y de resultado que fricciona con el postulado de presunción de culpabilidad en el incumplimiento.
En esta ocasión la propuesta es simple y práctica: reconocer al contrato la utilidad que tiene como principal instrumento regulador del comercio.
El contrato es, sin duda, una de las figuras cuya consagración normativa más vigencia ha perdido en el derecho privado nacional. Todavía retumba en algunas facultades de derecho -y en numerosas sentencias- la clásica definición de contrato como aquel acuerdo de voluntades encaminado al nacimiento, modificación o extinción de obligaciones (arts. 1495 del CC y 864 del CCOM).
Con base en esa definición, se edificó la concepción de contrato como un instrumento que engloba un conjunto de obligaciones (reglas de conducta) para las partes. Dicha concepción, a su vez, se convirtió en la piedra angular del régimen de responsabilidad contractual, pues para determinar el cumplimiento/incumplimiento de una parte el juzgador evalúa su comportamiento en concreto frente a las obligaciones a su cargo.
Ese entendimiento relegó a un segundo plano la razón principal que conduce a las partes a celebrar un negocio jurídico: la satisfacción de intereses y necesidades recíprocas.
Para comprender a cabalidad un fenómeno no se puede aislar de la realidad en la que se inserta. En nuestra sociedad el contrato tiene una eminente función económica, en tanto instrumento regulador de las operaciones comerciales que permite la circulación de bienes y servicios para suplir necesidades.
De este modo, la satisfacción de los intereses y necesidades de las partes es un elemento central de la relación negocial que debe tenerse en cuenta al definir el contrato y, más aún, ser un pilar del régimen de responsabilidad contractual. Pues es posible que un deudor ejecute las obligaciones a su cargo, pero que estas no logren la satisfacción del acreedor; o que no las ejecute, pero que igual se logre satisfacer al acreedor. No es suficiente con evaluar la conducta de las partes.
Adicionalmente, la denominada “constitucionalización del derecho privado” hace imperativo considerar el componente social de los contratos. Estos no solamente deben responder a los intereses de quienes lo suscriben, sino que deben evaluar los impactos que puede causar en la sociedad.
Lo que acá se propone no es nada nuevo. Simplemente busca que el entendimiento del fenómeno contractual se aproxime a las teorías modernas del derecho de los contratos y esté en consonancia con los instrumentos internacionales de soft law, que persiguen una armonización del derecho privado con miras a facilitar las relaciones comerciales en un mundo globalizado.
Sería injusto afirmar que no ha habido avances en la materia. La ausencia de estos elementos se ha matizado con la presencia de los deberes secundarios de conducta derivados del mandato de ejecutar los contratos de buena fe. Además, hay sentencias que reconocen la función económica de los contratos (CSJ, Cas. Civil, Sent. 2006-00537, M.P. William Namén).
Sin embargo, la solución no es del todo satisfactoria. Un adecuado entendimiento permitirá plantear debates como el paso a un régimen unitario de responsabilidad, o la utilidad -o necesidad- de incorporar al ordenamiento jurídico nuevos supuestos de ineficacia contractual o remedios alternativos para escenarios de incumplimiento. Todavía hay mucho camino por recorrer. Tarea pendiente.
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