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OPINIÓN

¿Autonomía o usurpación?

04 de abril de 2025

Nathalia Succar Jaramillo

Socia de palacios lleras
Canal de noticias de Asuntos Legales

La inclusión en la protección ambiental no puede estar por encima del bienestar general, la seguridad jurídica y el equilibrio institucional; este loable propósito no puede frenar y sacrificar el crecimiento económico de Colombia.

El Decreto 1275 de 2024 que establece las normas para el funcionamiento y el desarrollo de las competencias ambientales de las comunidades indígenas, ha generado un intenso debate sobre su constitucionalidad y las implicaciones para la gestión ambiental.​

Si bien, dotar a las comunidades de un papel activo en la protección del ambiente es una medida para fortalecer su autonomía, otorgar funciones más allá de sus resguardos y capacidades, es una flagrante inconstitucionalidad y un riesgo para la propia gestión ambiental, así como para la seguridad jurídica, institucional y económica del país.

La asignación de competencias a las entidades territoriales, en este caso las indígenas, radica de forma exclusiva en el Congreso de la República mediante ley orgánica. No es cierto que se trate de una facultad otorgada por el artículo 53 transitorio de la Constitución, pues esta ya se venció como lo concluyó la Corte en la Sentencia C-617 de 2015.

Mas grave aún resulta el hecho de sustituir la Constitución a través de la facultad reglamentaria, pues al otorgar facultades ambientales ilimitadas a las comunidades, se están cambiando elementos esenciales y estructurales, al punto que la Carta pierde su identidad, pues se da una “transformación de una forma de organización política en otra opuesta”[1].

Es peligrosa la modificación del principio de interés general como uno de los principios fundantes del Estado Social de Derecho, en la medida en que se condiciona a la prevalencia de la autonomía y la diversidad étnica y cultural de los pueblos indígenas.

La amplitud y falta de definición del criterio de territorialidad, permite que cualquier zona del país, en la que una comunidad afirme tener un vínculo ancestral, esté sujeta a su jurisdicción ambiental. Contar con facultades sancionatorias, sin que se establezca de manera clara el procedimiento aplicable, ni las garantías del debido proceso es sumamente arbitrario.

Es tan amplio el Decreto que, en la práctica, las comunidades pueden otorgar o negar licencias ambientales en el territorio nacional pues su competencia no se limita a su jurisdicción, vulnerando el principio de coordinación y concurrencia al imponer la supremacía de esta autoridad en detrimento de las demás. Adicionalmente, se configura un poder de veto frente a proyectos estratégicos, prohibido por el ordenamiento jurídico, lo que deriva en restricciones injustificadas a la actividad empresarial y en un debilitamiento estructural de la seguridad jurídica.

Esta facultad ilimitada, sumada a las demás normas que ha expedido el Gobierno en materia de ordenamiento del suelo, desconoce la autonomía de las entidades territoriales, rompe la institucionalidad del Sina y vulnera la función de las CAR reconocida por la Corte como máxima autoridad ambiental en sus territorios. Decisiones ambientales tan importantes para el desarrollo del país, se tomarán sin sustento técnico, conducirán a un caos normativo, al debilitamiento del Estado de Derecho y al freno de la actividad productiva del país.

Es deber de la Corte Constitucional decidir esta importante controversia, pues además de las demandas interpuestas, en virtud de la legalidad de la cual revisten los actos administrativos, algunas comunidades han hecho uso de esta competencia.

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