Cualquier beneficio gubernamental que se le dé a un sector de la población proviene de otro. El Gobierno solo intermedia entre contribuyentes y destinatarios del gasto.
Salvo casos excepcionalísimos, los gobiernos no deben emitir o imprimir dinero para cubrir gastos públicos, dada la gran inflación que esto genera (“impuesto” más regresivo y nocivo posible), tal como ocurrió en países como Venezuela y Argentina. Cuando un gobierno asigna un beneficio a un sector de la población lo debe recaudar de otro, premisa que debería conllevar un cuidadoso análisis acerca del impacto en el sector desincentivado con el recaudo, versus el beneficio logrado.
El producto interno bruto (PIB) está compuesto por consumo, inversión, gasto público y comercio exterior. En términos generales, con base en la política de Keynes usada para salir de la gran depresión de los 30, cuando todas las variables del PIB se contraen, el gasto público debe dispararse para revertir dicha contracción, idealmente mediante obras públicas, aunque en casos como los de la pandemia también mediante subsidios; no obstante, esta fórmula de déficit fiscal es sostenible por poco tiempo.
El último proyecto de reforma tributaria propone mantener hasta diciembre de 2022 el programa de ingreso solidario creado durante la pandemia y financiado con préstamos (ergo no obedece a una política redistributiva ni es sostenible en el tiempo), cuya extensión indefinida por gobiernos venideros es previsible por razones políticas. Esto concurrentemente con familias en acción (incentivo por cada hijo en una sociedad con una alta tasa de natalidad dentro de la población pobre), y otros programas que implican transferencias monetarias.
Por otro lado, el proyecto mantiene el gasto público burocrático, restringiendo tan solo su crecimiento futuro y eliminando algunas nimiedades. Se concederán facultades al Presidente para reestructurar entidades, habrá que ver si se materializa el recorte del gasto. Para sufragar parte el gasto anterior (no será suficiente), dicho proyecto incrementará la tarifa del impuesto de renta a 35% para empresas y mantendrá en 10% el impuesto sobre dividendos, esto, sin contar el efecto del ICA cuyo descuento se limitó. Por ejemplo, una sociedad en 2022 (si pasa la reforma) con utilidades de $10, pagará $3,5 de impuesto de renta y sobre los $6,5 que quedan para distribuir se generará (una parte menor está exenta) cerca de $0,65 de retención por dividendos, para una tarifa efectiva de 41,5%.
Algunos subsidios podrían ser positivos, lo que es inaceptable es la ligereza con la que se adoptan para ganar votos con dineros públicos. Si se desincentivan las empresas (ya muy golpeadas) con los impuestos más altos de la región, se reducirá el alza del PIB; así, las empresas que son generadoras de impuestos, de valor agregado con sus productos, y de empleo, podrán contratar menos personas de la población vulnerable, convirtiéndolas en subsidiadas por el Estado en valores pequeños, en vez de permitírseles trabajar para ser productivas, desarrollar talento y ganar más dinero (progresar). Así, el sector productivo se reduce y se amplía el sector improductivo. Pierden las empresas, pierden los consumidores (se reduce la oferta), pierde el empleo, se promueve la ineficiencia y corrupción con la intermediación estatal, y a mediano plazo se recaudarán menos impuestos (al contraerse el crecimiento). Por ende, deben analizarse rigurosamente, no emocional ni políticamente, los efectos de los programas sociales una vez culminada la pandemia, y claro, ha debido reducirse el gasto burocrático parasitario.
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