La crisis de la justicia, agravada dramáticamente por los fenómenos de corrupción de jueces y magistrados que han salido a la luz pública en las últimas semanas, me obligan a apartarme de los temas tradicionales de esta columna.
La gravedad de lo ocurrido no es fácil de digerir ni ponderar en un país como Colombia, tan acostumbrado a convivir con la corrupción. Lo que vemos se confunde con otro más de tantos escándalos cotidianos con los que nos encontramos día a día y que se han convertido en obligado paisaje para todos.
Sin embargo, el fenómeno de corrupción en la justicia tiene repercusiones y efectos mucho más graves. La lesión social que produce es de difícil reparación porque, sin restar importancia a la corrupción que anida en todos los demás ámbitos del acontecer nacional y sin pretender sugerir que haya corruptos de primera clase y de segunda, la corrupción en la justicia erosiona toda la estructura del Estado porque implica la pérdida de un referente fundamental de autoridad y equilibrio, socava la confianza en la instituciones y sume a los millones de ciudadanos que requieren sus servicios, en la zozobra y el desamparo.
Cuando el ciudadano pierde la confianza en el sistema judicial reverdece la justicia por propia mano, proliferan las vías de hecho y el daño social es de inconmensurables consecuencias. De ese tamaño es la calamidad que representa para Colombia el derrumbe del prestigio de instituciones que hasta hace años eran impolutas y fuente de confianza y tranquilidad para todos. Por ello es indispensable e inaplazable limpiar nuestro sistema de delincuentes disfrazados de jueces y magistrados.
La corrupción en la justicia denigra y mancilla la dignidad del oficio. En una reciente y lúcida columna sobre el tema, mi profesor Juan Carlos Esguerra Portocarrero expresaba que el oficio de juez es el más grande que puede ejercer un abogado “porque significa la más elevada y delicada misión que puede serle dado cumplir a un ser humano, que es la de ser investido de la función de juzgar a otros, a fin de darle efectividad, protección o reparación a un derecho desvalido , o realización a un deber incumplido, o de decidir definitivamente si alguien es o no culpable y merece o no de un castigo.”
La gravedad de lo que está ocurriendo no tiene parangón. No se había visto a tres expresidentes de la Corte Suprema de Justicia, comprometidos con tan graves y documentadas acusaciones.
En Colombia se desdibuja cada vez más el concepto de lo que está bien y lo que está mal. Leí recientemente una columna de un conocido colega menospreciando la importancia de la ética en el derecho. Llegaremos a la calamidad total cuando perdamos el elemental sentido de que pertenecemos a una comunidad, para reemplazarlo por la filosofía del sálvese quien pueda.
Cuando quien sea digno de emular no sea el profesional riguroso sino el sagaz, habilidoso y ladino. Cuando no haya distinciones entre la gente de bien y la delincuencia. Cuando vivamos “…revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manosiaos” como dijo Santos Discépolo en “Cambalache”.
Sin embargo, estoy convencido de que hay mucho por hacer en la lucha contra la corrupción. Una herramienta contundente, de la que poco se habla en Colombia, es la tecnología que permite transparencia total en contratación y compras, en visibilizar procesos y en fortalecer controles sobre lo público. En la justicia es inaplazable corregir los errores de buena fe de los constituyentes de 1991, volver al equilibrio de poderes, alejar a los magistrados de las malas tentaciones de la política y restablecer requisitos rigurosos para que la magistratura sea la merecida culminación de toda una carrera dedicada al servicio judicial y no cuotas de poder de partidos o caudillos. Pero sobre todo debemos acendrar el sentido de que pertenecemos a una comunidad y rescatar el principio de solidaridad que es la base de cualquier sociedad y que parece haberse perdido.
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