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OPINIÓN

El contrato perfecto: ¿mito o realidad?

20 de febrero de 2025

Daniel Fajardo Villada

Senior Counsel en Holland & Knight
Canal de noticias de Asuntos Legales

Durante años, quienes nos dedicamos al derecho contractual y a la estructuración de acuerdos complejos hemos debatido esta cuestión. Lejos de ser un mero ejercicio académico, se trata de un desafío que combina intereses jurídicos, expectativas comerciales y la siempre cambiante realidad de los negocios. Un ejemplo reciente que reaviva este interrogante es la sentencia emitida el pasado 29 de enero de 2025 por el Tribunal Superior del Distrito de Bogotá, que analizó en segunda instancia una controversia derivada de un contrato innominado denominado “Acta de Negociación”. En su decisión, el Tribunal concluyó que se trataba de un contrato de colaboración para desarrollar un proyecto inmobiliario y, de manera interesante, trazó un paralelo con la figura del “joint venture”, citando incluso sentencias de altas cortes de los Estados Unidos. Este tipo de aproximación comparada se ha vuelto más frecuente en la jurisprudencia —tanto arbitral como ordinaria—, algo que aplaudo considerando que muchos modelos contractuales en Colombia provienen de jurisdicciones extranjeras y luego se “colombianizan”. Sin embargo, es imperativo mantener un riguroso apego a nuestra propia línea jurisprudencial y no perder de vista el contexto local.

La lectura de esta sentencia despierta varias inquietudes. Una de ellas es la razón por la cual dos contratantes profesionales definen su relación de colaboración como “Acta de Negociación” en lugar de llamarla por su verdadero alcance (pensemos en un “contrato de colaboración” o “joint venture”). Otra es por qué en muchos acuerdos las obligaciones no quedan definidas de manera clara y expresa. Es precisamente en este punto donde surge la gran pregunta: ¿existe, entonces, ese “contrato perfecto”?

Sostengo que sí, aunque no como un documento de validez universal. El “contrato perfecto” se configura caso por caso, cuando en el marco concreto de una operación —sea una compraventa de acciones, un acuerdo de colaboración, una compraventa de un bien inmueble, un crédito sindicado, o cualquier otro instrumento contractual— se logra (i) incluir todo lo que las partes han considerado esencial, y (ii) omitir, de manera consciente, aquello que resulta redundante, obvio o que la ley ya regula suficientemente, o que, por estrategia o por limitaciones de tiempo, no se considera necesario plasmar. Para lograrlo, es vital revisar cada cláusula con detenimiento, incluso las disposiciones denominadas “misceláneas”, de modo que no quede una sola palabra cuyo sentido no esté completamente claro y alineado con los intereses. En ese esfuerzo por alcanzar la “perfección”, también resulta fundamental establecer con precisión cuándo y cómo se cumplen las obligaciones, evitando redundancias que dificulten la interpretación del contrato. Si una prestación se encuentra sujeta al cumplimiento de cierta condición, el documento debe indicar inequívocamente cómo, quién y en qué momento verifica dicha condición.

Por supuesto, para que un contrato sea realmente “perfecto”, los abogados debemos contar con un conocimiento profundo no solo de la ley, sino también del negocio que estamos documentando. No somos simples redactores de cláusulas; somos asesores estratégicos que debemos comprender la industria, los riesgos, las oportunidades y la lógica comercial de las partes. De igual forma, no todo conviene regularlo en exceso. Parte del arte de la buena abogacía reside en saber hasta dónde llegar y en reconocer los aspectos que, al repetirse o sobrerregularse, pueden generar confusión o incluso desconfianza.

La necesidad de prever cláusulas de terminación —a menudo denominadas “ventanas de salida”— si las cosas no resultan como se espera, es tan importante como la aspiración de éxito en la relación. El reto radica en encontrar un punto de equilibrio: por un lado, tener la flexibilidad para terminar el vínculo a tiempo y de manera “ordenada” y, por el otro, fomentar un entorno donde la colaboración se rija bajo la idea de que todo irá bien. Un buen abogado sabe mirar a largo plazo, pensando en la sostenibilidad del proyecto y en la mitigación de riesgos, sin descuidar la posibilidad de que, en situaciones imprevistas, la relación deba concluir.

Por último, no debemos restarle importancia a la forma del contrato. La claridad, coherencia y buena organización de las cláusulas —con una numeración adecuada y un lenguaje sólido pero comprensible— son determinantes para facilitar la interpretación y minimizar el riesgo de futuras disputas. En muchas ocasiones, el contrato más extenso no es el mejor; el arte consiste en decir lo necesario de manera concisa y efectiva, eliminando redundancias y dando prioridad a aquello que realmente importa.

En síntesis, el “contrato perfecto” se construye sobre un conocimiento profundo del negocio y su contexto; una regulación consciente y equilibrada de lo realmente indispensable; cláusulas de salida claras pero con un enfoque principal en el éxito de la relación; una revisión exhaustiva de cada palabra, definición y sección, incluidas las “misceláneas”; y una forma clara y coherente, tan relevante como el contenido mismo.

En definitiva, el verdadero desafío para los abogados —y para toda persona que participa en la negociación y suscripción de contratos— consiste en preguntarnos, en cada caso, si el documento resultante responde a las necesidades reales del negocio, está alineado con la dinámica de la operación y logra un balance entre lo estratégico, lo legal y lo práctico. No debemos olvidar, además, que el proceso de negociación juega un papel esencial: es allí donde se consolidan las voluntades, se definen las prioridades y se previenen potenciales desavenencias. Solo así podremos aspirar a elaborar ese “contrato perfecto” que, sin ser necesariamente extenso, combina precisión, coherencia y claridad para salvaguardar los intereses de las partes y apoyar la viabilidad y el éxito de cualquier negocio.

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